PASEN, pasen ustedes y vean. Entren en esta suerte de casa de Pilatos en la que se ha convertido el Athletic, no ya tras el regreso de ese Mundial de invierno que tantos estragos ha ocasionado, al parecer, sino desde tiempo atrás. Todo está limpio, nadie tiene las manos manchadas de culpa. Los jugadores se aferran al “lo doy todo” (siendo leones, señores, eso se da por hecho desde hace más de un siglo...), los entrenadores que han pasado por el banquillo hacen cálculos y cábalas pero no aciertan con la resolución de ese problema de trigonometría, dar con un once resolutivo, que se aferre a la regularidad y los dirigentes, ¡ay, los dirigentes!, llenan de buenas palabras sus discursos y de torpes maniobras su acción. Futbolistas llamados al gol como Iñaki Williams, Iker Muniain, Berenguer y Guruzeta están duros de oído; los creadores del centro del campo, ciegos de ideas, y apenas la defensa y la portería, estas sí, se mantienen en pie con firmeza.

A Valverde, como antes a sus antecesores Marcelino o Garitano, le bailan los onces, tan frágiles en su consistencia como el cristal de bohemia. Si la Castafiore, la tremebunda soprano de los cómics de Tintin, diese el do de pecho a su lado saltaban por los aires. “Nos falta claridad en los últimos metros” es el karma que se repite una y otra vez.

Las manos limpias también en los despachos, sordos, ciegos y mudos cuando se les pregunta por la debacle de un Bilbao Athletic en barrena o por el futuro, queseyó, de Iñigo, Oihan o Nico. Hacen planes y encuestas y ahí se les va la gestión.