L rechazo, sostenido en derecho, no tanto en la lógica, del TSJPV a la restricción del número de personas en agrupaciones sociales como forma de combatir la transmisión del coronavirus ha llevado al Gobierno vasco a la necesidad de transformar la prohibición de grupos de más de seis personas por una recomendación en el mismo sentido y al lehendakari, Iñigo Urkullu, a apelar ayer a la implantación de un estado de alarma. Lo que en principio era un veto desde la autoridad de la administración, y por tanto su incumplimiento sancionable, se convierte en un consejo, una apelación al sentido común y la responsabilidad individual de los ciudadanos. En definitiva, al buen juicio y criterio de oportunidad social y salud pública que se ha echado en falta en el empleo razonado del derecho por el TSJPV. Porque razonado no significa razonable. De hecho, que las medidas a adoptar por quien tiene competencia para hacerlo con la urgencia que las situaciones de emergencia requieren (y con la justificación del todavía incierto conocimiento científico -y ese sería otro debe- sobre la transmisión del SARS-CoV-2) puedan ser paralizadas por lecturas estrictas de la legislación que, sin embargo, está obligada a adaptarse a una realidad cada vez más rapidamente cambiante, ni siquiera responde a la protección del ciudadano que la ley y quienes la interpretan deberían tener como fin. No en vano esas lecturas ni pueden ni deben obviar su influencia en la contención o proliferación de actitudes sociales que, ajustadas a derecho o no, pueden suponer un riesgo para la salud de las personas, algo que el lehendakari tampoco ha ignorado al instar al establecimiento del estado de alarma. Pero, dicho esto, cabe interrogarse también por una cuestión previa, prelegal si se quiere, como la necesidad de que toda actividad necesite ser regulada, normativizada, más allá del sentido común y la responsabilidad individual incluso cuando estos interesan a la salud propia y ajena; preguntarse por la incapacidad de la sociedad para autorregular actitudes que benefician o perjudican a quienes la componen y conviven en ella. Y especialmente en este caso la respuesta es sencilla: la primera, la necesidad de regular la actividad mediante leyes u órdenes, surge de la segunda, de la incapacidad de la sociedad para autorregularse, autocontrolarse, e impedir su propio perjuicio. Convendría tenerlo en cuenta en nuestro día a día.