LA historia se repite. Un comando de tropas estadounidenses acaba con el enemigo público número uno, el terrorista más buscado en el mundo. Hace ocho años y medio, el 2 de mayo de 2011, era Osama bin Laden, líder de Al Qaeda, quien caía abatido por disparos en su refugio de la localidad de Abbottabad, en Pakistán. Ayer era Abu Bakr al Bagdadi, líder del autodenominado Estado Islámico, quien moría reventado por el cinturón de explosivos que portaba (siempre según la versión oficial de EE.UU.) cuando era asediado por fuerzas especiales estadounidenses en el complejo en el que se ocultaba en la región siria de Idlib. En ambos casos, la muerte de esos dirigentes mesiánicos y extremadamente violentos se produce cuando a sus respectivas organizaciones se las daba ya, al menos de forma oficial, por amortizadas tras entrar en declive después de haber tocado techo con dos episodios que sacudieron al mundo: el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 por parte de seguidores de Osama bin Laden, y la proclamación y extensión del califato del Estado Islámico de Al Bagdadi. En ambos casos, las operaciones de inteligencia y militares se han llevado a cabo con sendos presidentes sentados en un despacho de Washington para seguir en directo las operaciones y la muerte de los codiciados objetivos. Dos mandatarios, Barack Obama y Donald Trump, con perfiles muy distintos pero inmersos en un mismo dilema: cómo afrontar un problema con múltiples aristas en una región muy convulsa y que irradia su inestabilidad en mayor o menor medida a prácticamente todo el mundo. En lo que respecta al actual presidente estadounidense, no parece muy coherente que, por una parte, acabe de anunciar que retira sus tropas de Siria, como si el conflicto estuviera resuelto o no tuviera nada que ver con los Estados Unidos, y por otra presente la muerte de Al Bagdadi como una gran victoria en cuya valoración no ha escatimado elogios a los servicios de inteligencia y las fuerzas militares, a la vez que se ha explayado de forma un tanto rastrera a la hora de contar detalles de los últimos momentos del líder yihadista abatido. El conflicto latente en Oriente Medio no se acaba con golpes de efecto, por mucho que la eliminación de peligrosos terroristas sea necesaria. Muerto el califa, no se acabó el problema. Trump lo sabe, pero no lo demuestra con sus políticas.