lA celebración este próximo fin de semana en Biarritz de la cumbre del G7, a la que asistirán los líderes de los países más ricos y poderosos del mundo, está teniendo ya repercusiones y generando importantes problemas de movilidad tanto para los ciudadanos de la propia localidad labortana como para los de poblaciones cercanas a ambos lados de la muga. De hecho, Biarritz es ya desde hace días una ciudad blindada, plagada de agentes de la Gendarmería y de militares cuya labor, en principio, es mantener la seguridad a toda costa pero que han convertido la ciudad en un lugar propio de un estado policial. Es evidente que un evento de estas características, con presencia de mandatarios como Donald Trump, Angela Merkel y Boris Johnson, entre otros -también Pedro Sánchez como invitado-, precisa de un fuerte sistema de seguridad pero no debería llegar al punto de trastocar de manera tan drástica la vida de centenares de miles de personas. La elección de Biarritz como sede de esta cumbre del G7 es un error estratégico. Su condición de ciudad turística, su situación cercana a la frontera y la coincidencia de la fecha con uno de los fines de semana más complicados del año debido a la operación retorno con miles de personas de origen magrebí que regresan de sus vacaciones por ese punto -con una circulación media diaria de entre 25.000 y 30.000 vehículos por la muga- hacían que Biarritz fuera “quizá la peor opción”, tal y como ha reconocido un alto funcionario de los servicios de inteligencia franceses. A todo ello hay que añadir las previsibles protestas de grupos antisistema -algunos de carácter violento-, de los activos chalecos amarillos y la celebración de una contracumbre de grupos políticos y sociales. La situación ha obligado al desvío de recursos de todo tipo, también en Hegoalde, con la movilización, por ejemplo, de unos 4.000 ertzainas. En este contexto, solo se puede esperar que la sensatez se imponga y se evite cualquier tipo de incidente violento.