No tengo un concepto demasiado benévolo del expresident Carles Puigdemont. Le considero un político de segunda fila al que elevaron a los altares independentistas la puesta en marcha y el desenlace del procés, para ser canonizado con la gloria del exilio, fuga cobarde para sus enemigos, que son muchos. Ya puestos, tampoco tengo un criterio benévolo sobre las formas, los riesgos y las circunstancias en que se llevó a cabo el propio procés. Sin embargo, jamás hubiera imaginado que el abortado proyecto de proclamar una República independiente en Catalunya hace ya más de seis años pudiera desatar tan repugnante reacción política, mediática y judicial como la que estos días estamos padeciendo.

Aun a costa de resultar reiterativo, es necesario dejar claro que la derecha extrema española, el PP, no ha acabado de digerir la inesperada pérdida del poder y se ha juramentado para desalojar a Pedro Sánchez a cualquier precio. Ha desparramado el descrédito del Gobierno desde el minuto uno tras aquella moción de censura que devoró a Mariano Rajoy para dar paso a una mayoría progresista basada en el amplio acuerdo que incluía a la izquierda más o menos radical y a los nacionalismos periféricos. Desde ese momento todo han sido insultos, exageraciones, mentiras, crispación y agitación trasladada por los apéndices mediáticos de la derecha a la sociedad española.

Si ya daba arcadas semejante ambiente político, la necesidad de pactar con el sector más representativo del procés para seguir gobernando y la condición impuesta de conceder la amnistía a sus protagonistas ha provocado en la derecha una reacción que supera hasta la náusea los límites de la decencia. El solo término de amnistía ha activado los peores instintos de la maquinación política para impedirla, como sea, aunque para ello haya que recurrir al desparrame de la maledicencia y a la pérdida del sentido común.

No creo que sea oportuna la condición inapelable de la amnistía a Puigdemont exigida por Junts, pero se ha demostrado que todo vale para impedir que sea amnistiado aquel político mediocre convertido por obra y gracia de la derecha en paladín y responsable del intento de romper España. Y en esa Cruzada batalla la derecha con la esperanza de que prospere la febril actividad de los jueces amigos para endosarles a Puigdemont y al procés el más aborrecido delito, el baldón del terrorismo aplicado a la protesta callejera, a la alteración del orden público, a la reacción airada de una multitud que puso patas arriba la normalidad ciudadana durante unos días. Nunca hasta ahora, y por empeño de un juez de conocida ideología afín al PP, tales expresiones airadas de violencia callejera se habían considerado terrorismo. Pero es en esas aguas donde la derecha chapotea cómoda, más todavía cuando supone que puede hacer naufragar a Pedro Sánchez.

Es repugnante comprobar cómo jueces y fiscales retuercen la realidad, cómo azuza la caverna mediática el odio y la intransigencia, cómo se deforma consciente y perversamente la durísima realidad del terrorismo tan reciente en nuestra memoria, cómo se desautoriza la protesta de las víctimas, hartas ya de que se les utilice solo para provecho político, porque su sufrimiento les tiene, siempre les ha tenido, sin cuidado. Esto es de asco.