AL presidente Macron le debemos las ideas más innovadoras de la construcción del proyecto europeo de la última década. Primero fue la Conferencia sobre el futuro de Europa y ahora la Comunidad Política Europea. Otra cosa es para qué sirven sus propuestas, a dónde pueden llegar en su concreción o qué pretensiones tenga el político galo con ellas. La Conferencia se celebró con no pocas dificultades por el covid, con poco entusiasmo de la Comisión Europea y sus conclusiones aun transitan por el limbo de los justos. La Comunidad se ha concretado recientemente en una cumbre auspiciada por la presidencia de turno checa de la UE en Praga y, de momento, ha constituido una oportunidad para una foto que ha mostrado al mundo el aislamiento total de Putin en Europa tras su agresión a Ucrania. 44 jefes de Gobierno de Norte a Sur, de Este a Oste, muchos de ellos con territorio asiático con ideologías y creencias religiosas diversas y dispares, se han reunido para empezar a hablar de la posibilidad de crear un espacio político de diálogo en torno al núcleo central que constituye la UE.

idea recurrente francesa Pese a que la propuesta de Macron suene a nueva, la realidad es que es tan vieja como la idea de la nación francesa de extender su libertad, igualdad y fraternidad a todo el Continente. Si ya los revolucionarios lo soñaron y el emperador Napoleón Bonaparte convirtió el anhelo en un reguero de batallas de una guerra interminable, más recientemente, De Gaulle defendió su planteamiento de una Europa de los pueblos mucho más amplia que la que representa la Unión Europea. Ahora Macron la justifica por la elevada lista de Estados que han solicitado el ingreso en la UE y el lentísimo proceso que la adhesión supone. Ello es caldo de cultivo para la frustración de la sociedad de esas naciones y socaba la imagen de espacio de derechos y libertades que internacionalmente debería tener Europa. Más bien nos convierte en un bunker de privilegiados. Los Balcanes, Turquía y, tras la guerra de Putin, Ucrania, Moldavia y Georgia, aguardan un plácet de entrada que, hoy por hoy, es muy difícil de conceder sin que peligre la estabilidad institucional de la UE.

dificultades institucionales Hasta aquí todo parece tener sentido. El problema es determinar el papel de la Comunidad Política Europea y su relación institucional con los organismos que gobiernan la UE. Ha costado mucho esfuerzo el proceso de cesión de soberanía de los 27 Estados miembro hacia Bruselas, como para permitir que se diluya ahora como un azucarillo en una Europa líquida sin una hoja de ruta. Reunirse cada seis meses es un objetivo loable, porque ese ámbito de diálogo propicia la colaboración y, sobre todo, se crea un espacio de negociación bilateral muy fructífero. Además, el motor de todas esas relaciones ante el mundo es la Unión Europea, lo que refuerza su roll de actor de máximo nivel geopolítico en el contexto de la batalla hegemónica entre Estados Unidos y China. Pero queda un largo camino de diseño institucional de la Comunidad que ahora mismo navega en la más absoluta indefinición. Se va a necesitar mucho más que la brillante oratoria europeísta de Macron para darle continuidad a la iniciativa que, por otro lado, tampoco ha despertado pasiones entre sus colegas de la UE.

Tal vez la mejor manera de entender lo que podría ser un éxito de la iniciativa gala la tenemos en el ejemplo de la Commonwealth en sus inicios. Pensada como una forma de mantener la relación y una cierta hegemonía del imperio británico en sus antiguas colonias, la Comunidad anglosajona bajo el reinado de Isabel II, concedió a Londres una imagen de potencia que, aunque venida a menos tras la II Guerra Mundial, le mantuvo entre los grandes del mundo. Si la UE aspira a ser el primus inter pares entre norteamericanos y chinos, tener influencia muy cercana sobre las naciones que no pertenecen a su club, es una buena manera de madurar y expandirse sin poner en riesgo el núcleo duro de las decisiones que seguirían estando en Bruselas y bajo los equilibrios del eje franco-alemán. Toda idea que favorezca el ensanchamiento de la libertad y el Estado de Derecho en Europa debe ser bienvenida, pero ese alto afán no puede cegarnos y poner en riesgo lo conseguido tras setenta años de derecho comunitario del que nos beneficiamos 450 millones de personas.