Hace años, casi desde sus inicios, que Alejandro Garmendia (Donostia, 1959) ve a la realidad como trastornada, revuelta, subvertida. Desde su mesa flotando sobre las aguas de La Concha, premiada en Noveles de Gipuzkoa, pasando por sus fotografías subvertidas más recientes, hasta los actuales paisajes y fotografías expuestas en la Galería Kur de Donostia, hay siempre un ojo revuelto y subversivo que ve la realidad de modo fantasmagórico, revuelto y trastocado por fuerzas y elementos que proceden de la naturaleza, y de la propia mente del artista.

Su obra posee de este modo un mundo realista y expresivo, que roza zonas del inconsciente, cercanas a las propuestas surrealistas. Realidad sí, pero trastocada, revuelta, confusa, que procede de fuerzas ajenas a la misma.

Convulsión que se manifiesta en sus grandes formatos, en los que a partir de emulsiones fotográficas de paisajes e interiores reales, el pintor trata de esfumar con pinceladas rápidas y expresivas, la realidad subyacente, para crear de manera fantástica y onírica, una nueva realidad, tensionada, desordenada, dinámica. Garmendia ha vuelto a la pintura sin dejar de lado la fotografía, eso sí, aprovechándose y exprimiendo de esta el fondo de la misma.

Y los resultados van desde obras en las que las arquitecturas de interiores están más presentes y patentes, hasta obras en las que el cúmulo de pintura, collage, y texturas, crean paisajes más oníricos y surreales, en los que sobreviven cabezas y restos humanos, nubes voladoras, y objetos domésticos de manera mágica y fantástica.

Interesantes resultan también sus pequeños formatos, en los que el autor traza dibujos y pinturas, que luego desarrolla con mayor plenitud en sus obras mayores. Como interesantes son sus collages fotográficos, deudores de sintaxis surrealistas.

Creemos que la vuelta a la pintura de Garmendia es enriquecedora tanto para él, como para el panorama de la actual pintura vasca.