París, Hong Kong, Barcelona y otras ciudades indignadas por la injusticia tienen en común el color amarillo como símbolo de sus libertades. Los chalecos amarillos en la capital gala, los paraguas amarillos en la excolonia británica y los lazos amarillos en la patria de los líderes independentistas sentenciados a un siglo de prisión. Una lucha necesita sus iconos y cuanto más justo es su propósito mayor significación adquieren. Quien aspire a organizar una protesta honorable, grande o pequeña, que piense en una potente identidad imaginaria que ayude a hacer doblar la rodilla a los autoritarios, como los transportistas franceses a Macron y los hongkoneses al gigante chino. No son los símbolos, son quienes les dan sentido.

Lamento que esta vez la movilización catalana no haya conseguido un éxito icónico. Ha predominado la ira sobre la épica y de ahí que las imágenes dominantes hayan sido las algaradas del tsunami democratic del que nada sabemos. Las cadenas, todas salvo TV3 y ETB, con la intención de asimilar la violencia a la causa soberanista se han esforzado en destacar esa porción de la realidad y minimizar el espíritu pacífico de los rebeldes catalanes. Como era de esperar, las tertulias han hecho el trabajo sucio echando más leña al fuego. Esta operación manipuladora ha sido más fácil gracias a que ha faltado el liderazgo limpio y noble que correspondía al president Torra, decepcionante. Ver a periodistas protegidos con casco y a los Mossos sin el apoyo de sus jefes institucionales produce una gran tristeza.

Mientras tanto, aquí, en Portugalete, una multitud con conciencia cívica rodeó a los okupas de la casa de Vitori, de 94 años, e hicieron en un par de horas lo que los jueces hubieran tardado meses. Es verdad: para que viva una sola persona se necesita a todo el pueblo. ¡Qué grande, Portu!