PERDIÓ la oportunidad de hacer las cosas bien al final. Casi todo fue bueno, mejor que otros años, en la gala de los Goya. Andreu Buenafuente y Silvia Abril protagonizaron una sólida puesta en escena y evitaron ese afán tan español de ser chistosos por obligación. Hasta la audiencia, con cerca de 4 millones de espectadores de media, superó la de otras ediciones en Madrid. Hubo lágrimas, emoción, feminismo, atrevimiento, casi nada de politiqueo, escaso glamur y vencedores justos. Menos en el gran premio. Ahí la Academia del Cine se fue al carajo con su partición salomónica, repartiendo los dos principales galardones entre Campeones, mejor película, y El reino, de Rodrigo Sorogoyen, mejor director.

Porque había que ser políticamente correctos y porque un relato sobre la corrupción no debía ser la ganadora absoluta, pese a que sus méritos eran superiores a los de su rival. Fueron por la vía demagógica. Se pusieron el uniforme de Teresa de Calcuta para situar en lo más alto una narración entrañable, de integración y superación de personas discapacitadas; pero cinematográficamente mediocre, dejando un regusto amargo en el cierre deshonroso de la fiesta.

Volvieron a sonar los gabon y eskerrik asko del pasado año, cuando Handia se llevó diez estatuillas en una noche supervasca. Esta vez nos conformamos con el triunfo de Arancha Etxebarria y la historia de amor de Carmen y Lola. Y subimos al escenario por fotografía, vestuario y animación. La mitad del tiempo se fue en la apertura de los sobres. ¿Con qué los cerraron, con engrudo de pared? Menos mal que el pianista James Rhodes, mágico y delicado, puso un adagio de Bach al recuerdo de la gente del cine fallecida, cuatro minutos que lo justificaron todo, al igual que la perfecta humanidad de Jesús Vidal y su glorioso discurso de agradecimiento. Para morirse.