ON la perspectiva que concede la segunda final de Copa, el atenuante que utilizó Marcelino para explicar el petardazo de la primera se cae por su propio peso. Lo del "exceso de responsabilidad" sonó creíble porque encajaba con el demacrado aspecto que presentó el Athletic frente a una Real asimismo presa de la tensión, pero resulta insostenible después de comprobar la impactante flojera mostrada ante el Barcelona. En ambas ocasiones, el equipo ha transmitido graves síntomas de impotencia aunque no únicamente atribuibles al talante mental. Y en todo caso, si se concediese que el origen del doble fracaso se halla exclusivamente en la cabeza de los futbolistas, la figura del entrenador sale muy mal parada de esta amarga experiencia.

La disposición anímica no puede constituir un obstáculo insalvable para competir, convertirse en un factor que de repente aboca al bloqueo total a un colectivo que si de algo ha hecho gala en los últimos dos años largos es de espíritu para sobreponerse a situaciones adversas. Ha sido su gran baza para enderezar clasificaciones, avanzar hasta las finales que se acaban de celebrar, incluso para alzar un título imposible no hace una eternidad, el pasado enero.

En los 180 minutos que jamás se olvidarán, por lo que pudieron significar y por lo que ya significan, los jugadores no supieron estar a la altura porque evidenciaron un inesperado déficit de convencimiento en sus propias fuerzas. Jugaron con la autoestima a la altura del tobillo y completaron sus peores actuaciones en tiempo. Nunca dieron la sensación de tenerse fe, salieron al campo a protegerse del rival y aguardar acontecimientos. No quisieron saber nada de la iniciativa, olvidaron aquello de que quien da primero da dos veces, sobre todo tratándose de finales; en definitiva, escogieron el rol de víctima desde el primer minuto y no lo soltaron. Así ocurrió que se retiraron a la ducha con el gesto encogido, sin haber alzado la voz futbolísticamente hablando, sudados por fuera, exhaustos tras el inútil esfuerzo, pero fríos por dentro, vaciados por la angustia que produce el deber no cumplido.

Tan pusilánime actitud precisamente en las fechas más señaladas del calendario se ha registrado en un contexto que no cabe obviar. El Athletic desde hace unas cuantas semanas y ni antes de la primera final ni después de la misma se observaron indicios que apuntasen a una recuperación. Al contrario, el equipo fue perdiendo energía, no solo física, pues dejó de desplegar el tipo de propuesta que había alentado Marcelino, mientras se asemejaba más y más al conjunto previsible y fallón que se tiende a identificar con la etapa anterior. Los hombres teóricamente llamados a marcar diferencias hicieron mutis por el foro, volvieron a su consentida intrascendencia, aunque no perdieron el sitio. A nada de esto se puso remedio, y si se hizo lo cierto es que no se notó.

Y cuando tocó medirse a la Real, no hubo ni rastro del Athletic atrevido, ambicioso, con nervio, con el objetivo innegociable de salir a ganar. Qué va, fue al revés: un amago de ir a buscar al oponente para enseguida retrasar las líneas, regalar la pelota y conformarse con no evitar apuros. Dos semanas más tarde, ídem; con la particularidad de que si algo está prohibido contra el Barcelona es dejarle que se exprese a su antojo. Resultado de conceder el 76% de posesión: cuatro goles en el marcador y otros cuatro que pudieron subir. ¿Dónde quedó el Athletic que no metía el culo atrás, el agresivo, el que percutía a la mínima, dónde? ¿Qué pasó, el que vimos era el plan que Marcelino diseñó para las dos finales o es que no estaba el equipo preparado, en forma, para sostener la propuesta valiente y se optó por la versión especuladora? ¿Realmente pensaron, jugadores y técnico, que jugando a lo que no saben tenían alguna probabilidad de éxito? ¿Era indispensable este último sábado alinear a gente con molestias musculares, es serio esto? En absoluto. Igual que no lo es imputar la debacle copera al exceso de responsabilidad vista la trayectoria descrita en estos tres meses.