PARTE del privilegio que supone, jugar la segunda final de Copa en tan breve plazo solo tiene de bueno que el Athletic, favorito sin discusión. Ahí radica la pequeña gran diferencia respecto a la final con la Real, donde la imposibilidad de emitir pronóstico con un mínimo de fuste se reveló como un obstáculo insuperable para los rojiblancos. Exceso de responsabilidad fue como definió Marcelino el hándicap que atenazó a sus hombres. También podría enunciarse como miedo a la derrota o incluso como déficit de calidad, entendiendo esto como incapacidad para expresarse conforme a su personalidad en un compromiso de alto copete, aunque con un nivel de dificultad objetivamente asumible.

Ir de tapado valió para ganar la Supercopa; paradójicamente, ostentar la condición de legítimo aspirante a la Copa abocó al Athletic a ofrecer una imagen penosa y le condenó a una derrota sin paliativos. Detectado pues en sendos eventos de máxima repercusión que el origen del éxito y del fracaso está en la cabeza, queda la duda de si no se supo prevenir lo que vimos el pasado sábado. Y si se hizo, la pregunta sería qué falló en el acondicionamiento mental del grupo, toda vez que las características del derbi eran de sobra conocidas, de modo que tal cual era el escenario no cabía la sorpresa.

Al margen de lo comentado y sabiendo que el mal funcionamiento de la azotea afecta a la respuesta física, podrían alegarse otros motivos para explicar el deficiente registro del Athletic. Por ejemplo, que sobre la marcha y en el descanso no se activasen resortes para intentar modificar el comportamiento. Concediendo que el primer tiempo discurrió igualado, con los dos conjuntos emperrados en que se decretase nulo el combate, lejos unos y otros de una versión sugerente, no es menos cierto que el Athletic siempre estuvo un escalón por debajo de la Real. ¿Por qué? Porque no hay manera de imponerse en una final sin transmitirle al rival voluntad de optar a la victoria.

Así, tímido, fue como jugó el Athletic: firme sin balón y flojísimo con él. La renuncia a ser fiel a uno mismo es letal en un equipo que, esté más o menos acertado, suele intimidar, percutir, no deja de mirar arriba, se rebela ante la adversidad, tira de genio. Conformarse con tener a raya a la Real y su circulación, a menudo en zona de nadie, en realidad equivale a facilitarle la tarea, en cuanto que le permite sentirse cómoda al otorgarle su baza favorita, la posesión, la sensación de mando y dominio, aunque su producción ofensiva sea tan pobre como la propia.

Otro argumento a considerar en el fiasco es el relativo a las inercias. No son los resultados ante Celta o Eibar, que también, sino la tendencia descendente del rendimiento que se venía observando desde un mes antes. El triple enfrentamiento con el Levante sería una prueba más de la paulatina pérdida de pujanza de bastantes de los favoritos de Marcelino. No fue fruto de la casualidad la acusada insipidez exhibida en la final por parte de tres de los cuatro de arriba (salvamos a Raúl García, asimismo poco inspirado desde hace tiempo pero más puesto), ni de Yuri o de Vencedor. Hablamos de la mitad de la alineación, lo cual deja al colectivo casi desnudo por mucho que todos corran, salten, persigan y despejen duro. Las dos semanas de encierro en Lezama no han tenido el efecto pretendido. Todos los citados volvieron a emitir síntomas de pesadez, estuvieron lentos, algo que desbarata la idea del entrenador, impotentes para aportar con balón aquello que se necesita y convierte al Athletic en un competidor respetable.

Ay, el exceso de responsabilidad. Y qué fue de la experiencia, ese intangible que iba a pasarle factura a la Real. De las tablas, el oficio, las finales disputadas, qué fue de todo esto que tan alegremente se le restó al rival y se adjudicó a los rojiblancos. Empezando por Marcelino, ganador de la anterior edición del torneo. Su labor no termina con el inicio del partido, quizá sí la parte principal, pero luego esa manía de cambiar tarde o de no agotar el cupo con tanta gente superada por la situación. O el insistir en los mismos relevos, el manido hombre por hombre con la salvedad de Villalibre, que entró por Berenguer y desplazó a Williams al costado.

Tocar fondo justo el día de la final era lo que no cabía imaginar. Ha pasado y ahora, pese a que suene contradictorio, conviene aprovecharlo.