UANDO algo se repite con mucha frecuencia deja de ser considerado como fruto del azar. Solamente en el último mes, el Athletic ha hecho gol en torno al minuto noventa en cuatro partidos, la mitad de los que ha disputado. Excepto el de Muniain al Barcelona en San Mamés, todos han tenido una influencia decisiva en el resultado: Villalibre evitó la derrota en la final de la Supercopa, Nuñez certificó el triunfo sobre el Ibiza en Copa y Raúl García forzó la prórroga en el cruce con el Betis. Datos objetivos que en su conjunto son reflejo de una actitud por parte del equipo: indican que en su seno habita un espíritu combativo, refractario a la derrota, un ansia por resolver los compromisos que no se extingue.

Todo esto que tanto enardece al seguidor y sirve para pintar una sonrisa en el rostro de Marcelino, no es de ahora. Por no recurrir a episodios que quedan más a desmano, basta con remitirse a la trayectoria descrita en la anterior edición de la Copa para comprobar que se trata de un fenómeno bastante común y que por ello no nos puede sorprender en exceso. Salvo por su reiteración y porque se produce en competiciones donde se juega a todo o nada, lo cual ayuda a multiplicar su eco. Superar rondas, y no digamos ganar una final, con goles al límite que propician la remontada, opositaría con fundamento al Óscar al mejor guión deportivo. Por la carga de emoción que encierra y el impagable efecto liberador que genera el feliz desenlace, sin duda se haría con la estatuilla.

Reconocido el mérito que entraña la práctica de semejante modalidad competitiva (hasta resulta adictiva, pese a la cuota de sufrimiento que conlleva), habrá que conceder que en la misma interviene decisivamente el favor de la fortuna. Cuesta tanto ganar que exponerse a lo contrario, o sea, verse rezagado en el marcador requiere como mínimo un esfuerzo extra y alguna dosis de suerte para pretender alterar el curso de los acontecimientos. Sin la combinación de ambas cosas, esfuerzo y suerte, a sabiendas que lo uno contribuye a que aflore lo otro, lo normal es irse a casa de vacío. La vertiente extraordinaria del caso del Athletic sería que los hechos demuestran que sabe manejarse en el alambre: si falla en la aplicación de los conceptos del juego, le rescatan el amor propio y la generosidad.

En un fútbol cada día más igualado, donde según dicen las estadísticas marcar primero suele ser sinónimo (que no garantía) de éxito en un elevado porcentaje de ocasiones, lo que buscan los contendientes es dar antes que el rival o, en su defecto, impedir que el rival se adelante. Nadie plantea un partido con el objetivo de invertir sobre la marcha su signo, en ninguna caseta la fórmula a escoger va por ahí. Luego, si se hace es porque no hay más remedio, el adversario se ha anticipado.

El jueves, pese a que fuese un pulso cerrado, equilibrado en líneas generales y no sea incierto que el Athletic se anotó más y mejores llegadas de las pocas que hubo, el funcionamiento distó de ser satisfactorio. A partir de la media hora, el Betis creció, fue más fiel a lo que Pellegrini le solicita que el Athletic a lo que le pide Marcelino. La justicia del resultado únicamente se sostiene por la eficacia exhibida en esa parte del duelo que, sin serlo, algunos llaman lotería. Ganas si chutas bien y si no, pierdes. ¿Flor en el Villamarín? Pues sí, la que se le solía adjudicar a Garitano en circunstancias similares. Por supuesto, sin restar un ápice de mérito a la implicación de los protagonistas.