Intento escribir algo distinto a la covid-19, créame, pero, inevitablemente, el virus acecha también en cualquier análisis político que hagamos. Del desconcierto inicial, que más parecía una película en nuestra cómoda realidad europea, pasamos al miedo por lo que no sabíamos controlar; y hoy queremos ver esperanza en el fin de toda esta desgracia. Y así parece que lo van confirmando los datos. La ciudadanía lo está haciendo bien en términos generales, muy al contrario de elementos como Rajoy o Aznar que actúan contra todas las reglas, la cordura y la responsabilidad para con los demás. Siempre han estado por encima del bien y del mal. Creo que todo esto es también una cuestión de responsabilidad individual, sin esperar a que, por arte de magia, nos lo solucionen todo. Palabras como EPIs, meseta, desescalada o letalidad se han incorporado con toda naturalidad a nuestro lenguaje cotidiano. Han pasado de la categoría de técnicas a formar parte de nuestro vocabulario ya que, nos dicen, esto se repetirá. La duda es si con la actual crudeza o aprenderemos a hacer frente y convivir con otro riesgo para la especie humana. En artículos de opinión, tertulias y entrevistas a especialistas de distintas ramas del saber se insiste en que podemos estar ante un cambio general en nuestras maneras de vivir y de pensar. El dilema es si vamos hacia una peligrosa radicalización, debilitamiento total de la democracia y triunfo del capitalismo más feroz -donde las personas no somos más que meros instrumentos para su enriquecimiento-, o hacia otra bien distinta, en la que, con el aprendizaje en la pandemia, la vida en su sentido más amplio sea lo que realmente importe. La idea de transformación y cambio está en boca de casi todos. Menos en algunos ámbitos políticos. Oyendo la sesión de control en el Congreso, pensé que mucha gente de la política no se ha enterado: Iglesias con tono contrito afirmando que tiene más suerte que mucha gente ya que puede sacar a sus hijos al jardín a la vez que la lía en el Ejecutivo con la renta vital. O Casado acusando a Sánchez de poner la ideología por encima de la gente -¿no es ideología cargarse la sanidad pública como hizo el PP en Madrid?-. Cansan los discursos grandilocuentes y que no se cree casi nadie. Déjennos en paz.

Con honrosas excepciones, no quieren entender todavía que andar de gallitos de pelea a cuenta de la pandemia, de la desgracia y la muerte, no es bueno para nadie. Cada vez extraña menos la desafección de la ciudadanía con respecto a los y las políticas -al menos de algunos-. No insistiré de nuevo en la gestión a trompicones de Sánchez torpedeando las decisiones del Gobierno vasco y empeorando la situación al ralentizar soluciones que en la cercanía se conocen mucho mejor. Con razón, cada domingo, el lehendakari se lo plantea machaconamente. Ni caso. Si hay algo evidente es el poco liderazgo del presidente español. Quizás eso tenga mucho que ver con su propuesta de unos nuevos Pactos de La Moncloa. En la calle existe la exigencia de encarar las duras consecuencias económicas y sociales de la pandemia, pero rememorar aquellos parece que tiene más que ver con propaganda en favor de sí mismo que de otra cosa, dadas las enormes diferencias de contexto y coyuntura. Lo importante es que tengan claro en qué ponerse de acuerdo, se arremanguen y lo hagan. Pero, ojo, no vaya a ser que se aproveche para recortar aún más nuestros derechos y no cumplir lo pactado con anterioridad. Una tentación siempre presente en esa España destrozada pero que aún sueña con músicas imperiales.