la semana pasada hablé en esta misma columna del estado de excepción declarado en Ecuador. Terminaba mi artículo diciendo que los estados de excepción los carga el diablo, que uno sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan.

Hay que conocer la historia reciente de Ecuador para saber que las protestas populares pueden quitar y poner presidentes. Recordemos los casos de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Yo, por serles sincero, no sé si en toda ocasión eso de que la calle decida es democrático, aunque lo parezca a los amigos de conquistar cielos. Yo apostaría por una gestión de la crisis que respetara las instituciones democráticas y el estado de derecho. El expresidente Correa está además, para complicar la cosa, jugando con fuego, jugando a la desestabilización, con tanta deslealtad como irresponsabilidad.

El presidente Lenín Moreno decidió de pronto trasladar la sede de su Gobierno desde la capital a Guayaquil. Este traslado transmitió un mensaje de debilidad, crisis y casi aceptación de fracaso que fue pronto corregida con la vuelta a Quito.

Pero las protestas continúan. Partes importantes de la capital están paralizadas y son escenario de enfrentamientos violentos de máxima dureza. Se suceden las tomas de rehenes, los actos vandálicos, la destrucción de bienes públicos y privados, los saqueos... pero también el uso desproporcionado de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad.

El origen de las protestas está en las medidas de reforma económica anunciadas por el gobierno tras los acuerdos con el FMI. La gota que colmó el vaso fue el anuncio de la cancelación de las subvenciones sobre los hidrocarburos (gasolinas), lo que debe entenderse como una medida política, económica y medioambientalmente muy defendible, si bien genera situaciones de dificultad a ciertos sectores vulnerables.

A comienzos de esta semana la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la chilena Michelle Bachelet, alentó “al desarrollo de medidas de confianza que contribuyan a generar espacios de diálogo constructivo, asegurando la plena vigencia y el respeto de los derechos humanos de todas las personas” al tiempo que llamaba al gobierno a garantizar el derecho de todas las personas a manifestarse pacíficamente “protegiendo los derechos a la libertad de expresión y opinión, a la reunión pacífica y a participar en los asuntos públicos”.

Parece que el gobierno escuchó estas palabras porque a las pocas horas ha ofrecido un diálogo que las organizaciones que mantienen las protestas deberían aceptar, a mi juicio, sin imponer precondiciones sobre aspectos que corresponden en un estado de derecho al gobierno o al parlamento, no a las barricadas de neumático quemado y cara tapada.

Este viernes se ha sabido que el Gobierno de Ecuador ha pedido a la ONU la mediación en este conflicto. Me parece un paso en la buena dirección. La ONU, tras instar a todos los actores envueltos en esta situación “a reducir las tensiones, evitar los actos de violencia y ejercer la máxima moderación”, ha contestado, muy prudentemente, que “está dispuesta a considerar un papel de apoyo al diálogo si todas las partes pertinentes aceptan su participación”. La pelota por tanto está en el tejado de las organizadores que impulsan las protestas.