LAS ocho semanas de campaña que nos quedan hasta el bis electoral van a girar monotemáticamente sobre una cuestión: quién ha tenido la culpa. De hecho, llevamos en estas desde que empezaron las presuntas negociaciones. Ahora ya sabemos que en esas mesas de ping-pong dialéctico lo fundamental nunca fue el acuerdo, sino la construcción de una mandanga retórica, que permitiera endiñar al otro la responsabilidad del fiasco. Y a la vista de que esa esgrima va a determinar el resultado del 10 de noviembre, procede preguntarse del modo más desapasionado posible si cabe hacer una clasificación general de la culpa atendiendo a las actitudes acreditadas desde que se contaron los votos de las últimas generales.

La primera en la frente: no parece haber lugar para una respuesta objetiva. Como vemos, esto va de filias y fobias, de simpatías y antipatías. Cualquiera cercano al PSOE apuntará a Unidas Podemos como causante del desastre y, en simétrica correspondencia, los partidarios de Iglesias se lo atribuirán a Sánchez. Luego están los no alineados (aunque sí una gotita esquinados) que, tirando de manual, pontificarán que la responsabilidad mayor siempre recae en el líder de la fuerza más votada. Sin negarlo, y sin dejar de ver también que en estos meses Pedro Sánchez ha batido récords siderales de soberbia y humillación hacia los morados, no hay que ser ajenos a otra evidencia palmaria: Iglesias se lo ha puesto a huevo de principio a fin. Tan de Juego de Tronos que es, no ha olido el problemón en que habría metido a su antagonista con un simple apoyo gratuito. O no ha querido hacerlo. Esa culpa, nada pequeña, es suya.