DE tanto en tanto, volvemos a recordar que lo que nos llevamos a la boca puede mandarnos a la tumba. Suele ocurrir, sin embargo, que cuando cesa la torrentera mediática con los pelos y señales de cada caso, se nos pasa el susto y volvemos a embarcarnos en la ruleta rusa alimentaria como si tal cosa. No es casualidad que uno de los refranes de cabecera siga siendo el que asegura -¡fatalmente!- que lo que no mata engorda. Y, como dosis de reafirmación, la tremebunda sentencia para conjurar las dudas ante una mayonesa con pinta de cicuta o unos mejillones que llevan tres semanas en el frigorífico: “¡Malo será?!”

Eso, en lo que toca a las y los consumidores, que aunque vamos aprendiendo a leer etiquetas y a fijarnos en la fecha de caducidad, todavía fiamos más nuestra salud al ángel de la guarda o la Diosa Fortuna que a nuestro buen criterio. En cuanto a la administración, o sea, a las administraciones, ídem de lienzo o casi. Sería injusto decir que no hay controles o que los establecidos fallan como escopetas de feria. Sin embargo, se echa de menos media docena de medidas de carril, como la obligatoriedad de consignar el origen del producto sin dar lugar a confusiones o la prohibición expresa de engañar en los envases con mandangas como “sano”, “ecológico” o “fuente de fibra”. Y aquí es donde nos encontramos con las que de verdad podrían evitar bastantes de los fraudes y, más importante que eso, de los atentados contra nuestra salud, es decir, las empresas productoras y distribuidoras. ¿Están por la labor? Diría que una buena parte de ellas, sí. Otras, me temo, seguirán jugando con nuestra salud? si les dejamos.