Un campo minado de elecciones amenaza la política española. Una cruenta batalla plagada de inestabilidad, de ruido insensato, de frases manidas, de bravatas, de mentiras intencionadas prepara su asalto. Se avecina un siniestro carajal al que contribuirán en apenas un mes dos electrizantes campañas electorales, cuatro urnas y, por supuesto, todo un carrusel posterior de interesadas negociaciones para la búsqueda de equilibrios de complicada consistencia. Todo ello con la sangre aún hirviendo por la devolución de los Presupuestos, el emocional juicio del procés, el maniqueísmo dialéctico de la nueva derecha y la instauración definitiva de la política de trincheras con una izquierda urgida a rearmarse para plantar cara a la adversidad. Un malicioso caldo de cultivo, ideal para que se propague peligrosamente esa testosterona que viene acallando las llamadas a la sensatez y la cordura. Es la guerra.

Un país encallado en su disruptiva cuestión territorial -“no se puede gobernar España con Catalunya pendiente de una solución”-, sin haber suturado siquiera la precariedad social tras la crisis económica y asustado ya por la sombra de la desaceleración se precipita hacia lo desconocido. Lo hace desde un inquietante frentismo que polarizará la inmediata catarata de elecciones. Nunca la inquina propia de los desestabilizadores encontró un escenario más propicio, al que contribuye la pírrica visión de Estado de la mayoría de una clase política cortoplacista, sometida a la eficacia efímera de un tuit. Y en estas se acaba el mandato más corto de la democracia.

Dígase cuanto antes que la convocatoria del 28-A evidencia un comprensible capricho de Pedro Sánchez para no pisar callos a sus más próximos en el superdomingo a costa de despilfarrar 130 millones en el gesto. Pero también debe interpretarse como la respuesta profiláctica que evita la insoportable tortura a que se vería sometido un gobierno débil sin respaldo presupuestario por culpa del conflicto catalán. Le quedaba la opción de aplicar hasta después del verano el manual de resistencia para combatir al verbo agresivo de la derecha. Una incómoda travesía para cimentar la esencia de sus principios aunque a costa de tantear la suerte en el Congreso con los nada edificantes decretos ley. El presidente huye de semejante calvario, posiblemente a regañadientes porque el cuerpo le pide guerra contra los enemigos que cuestionan su legitimidad desde el triunfo de la moción de censura. La suerte ya está echada.

En las generales anticipadas, el combate enfrenta a la derecha contra los otros. Una vez perdida la vergüenza del antifaz en Andalucía, PP y Ciudadanos quieren reverdecer a instancias furibundas de Pablo Casado la conjura de esa disimulada -para Albert Rivera- alianza con Vox para posibilitar una previsible mayoría absoluta, aunque el PSOE gane las elecciones. Un desenlace previsible y tan amenazador que provocará la conjura de muchos para impedirlo. Con la ultraderecha moviendo el guiñol ahí comenzaría el auténtico rechinar de dientes del soberanismo catalán bajo las implacables botas de un 155 inexorable. El posibilismo independentista siempre ha lamentado los efectos de aquellas 155 monedas de Rufián que acogotaron finalmente a un indeciso Puigdemont. Cuando lleguen los resultados del 28-A, la inteligencia independentista quizá maldiga su maximalista exigencia del derecho de autodeterminación que dinamitó los puentes del diálogo y los Presupuestos. La penitencia les resultaría letal. Y las transferencias pendientes de Euskadi seguirían en el cajón de la unidad.

La primera batalla de esta guerra electoral, donde se alumbrará otro nuevo mapa inédito en apenas dos años, pilla con el pie cambiado a la izquierda. Aquella suma ilusionante que se presumía al día siguiente de la caída de Rajoy es ahora un simple espejismo. Es muy fácil prever que el PSOE se rehaga rápidamente del sofocón interno que le ha supuesto el dañino efecto del relator porque toda Casa del Pueblo admite que el espíritu de Colón contiene una amenaza indiscriminada. En el caso de Unidos Podemos, su cornada reviste mucha más gravedad. Su incesante división interna puede provocar tal hemorragia electoral que acabe con las esperanzas de la izquierda. Ahí radica la clave.