moldavia es una república joven (nació en 1991, tras el hundimiento de la URSS) de 34.000 de km2 y tres millones y medio de habitantes, de largo, los más pobres de Europa (PIB anual per cápita: 7.300 $). Todo esto es minúsculo y triste, pero hay algo en que la república de Moldavia despunta como ella sola: una justicia al servicio del que más manda y una política de sainete bufo? o de mafia pura, según se quiera ver.

El último episodio de la política moldava ha sido la defunción -tras 5 meses de vida- del último Gobierno, por una disputa por ver de quién iba a ser la Justicia del país; concretamente, quién iba a nombrar al fiscal general: si tan solo el presidente -como prevé la Constitución- o este y el Gobierno, conjuntamente. Los liberales de la deshecha coalición aducen que un nombramiento exclusivo del fiscal general por el presidente “esclaviza como hasta ahora” la justicia, poniéndola al servicio del poder político.

Lo más esperpéntico del caso es que el Gabinete disuelto se formó el pasado mes de junio precisamente para impedir que Moldavia se transformara en propiedad de una mafia encabezada por el hombre más rico del país -Vlad Plahotniuc-, quien huyó de Moldavia a paradero desconocido justamente cuando cayó el Gobierno formado por gente a su servicio. Y el jefe del actual Gobierno -Ion Chicu- ¡había sido nada menos que ministro de Finanzas en el Gabinete que estaba al servicio de Plahotniuc!

Pero si los malabarismos políticos de Chicu pueden sorprender a un observador occidental, no dejan de tener cierta lógica. Porque si se recuerda que el Gabinete saliente, encabezado por el socialista Igor Dodon, estaba constituido por una alianza “contra natura” -los excomunistas filorrusos de Dodon y los liberales europeístas de la señora Maia Sandu- que tenía que acabar cayendo en las lacras de siempre. Dos aliados con metas antagónicas no pueden gobernar conjuntamente.

Esa asociación fue un paso desesperado para intentar que la Unión Europea no volviese a imponer la suspensión de las ayudas económicas, decisión que Bruselas adoptó ante el volumen, la impunidad y el descaro del contubernio entre el poder político el crimen organizado.

El hecho en sí no es ninguna exclusiva moldava. En la inmensa mayoría de los países estalinistas europeos se produjo el mismo fenómeno: el poder político de antaño -la nomenklatura- se proclamó demócrata de la noche a la mañana y siguió detentando el poder y los negocios como antes. En las naciones de mayor raigambre democrática, ese continuismo del poder fue amainando, mientras que en los demás siguió, endosándole a la Justicia el papel de sumiso servidor del gerifalte de turno.

Pero en la diminuta república de entre el Prut y el Dniéster, la pobreza extrema transformó el escenario político en una jungla en la que imperaban los más fuertes y los más descarados. Así, el país tuvo un jefe de Gobierno que fue destituido porque se descubrió que se había inventado un currículo académico cuando el hombre no había logrado ni siquiera acabar la escuela elemental. Y Plahotniuc es sospechoso de ser la eminencia gris detrás del mayor desfalco en la historia de Moldavia: los tres mayores bancos moldavos perdieron conjuntamente en el mismo año (2015) mil millones de euros. El Estado asumió la deuda para evitar un colapso general de la economía, pero él mismo estuvo por ello a un paso de declarase en bancarrota. El caso no fue aclarado nunca (y seguramente no se aclarará jamás) justamente porque las autoridades entorpecieron toda investigación seria.