EN días como el de hoy hay momentos impagables. En mi época y a mi edad de aquel entonces eran objetos y situaciones: el desayuno en común con el roscón de Reyes como aliciente (la búsqueda del haba entre todos, progenitores y la prole, vivíamos una auténtica novela de Agatha Chsitie y uno -o sea, yo mismo...- se sentía Sherlock Holmes...), la bicicleta roja con manillares de cuero, el Scalextric o el insuperable balón de reglamento. Hoy se repite la escena, como si fuese un clásico de la edad de oro, pero hay más, algo más. Hoy se agradece, más que nunca, la presencia de todos. Sobre todo cuando en un buen puñado de hogares se lloran las ausencias, por mucho que sus Majestades de Oriente sean capaces de hacer magia. Hay deseos imposibles de cumplir.

No es, no debiera serlo, un día envuelto en un paño de lágrimas. El 6 de enero nació con vocación de celebración aunque yo añoro más aún las vísperas, cuando ya habías escrito la carta más importante de tu corta vida. ¿Acaso no es el deseo más voluptuoso que la satisfacción?

En días como el de hoy recibimos un regalo impagable: una lección de vida. Es entonces cuando aprendemos que cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede. Cuesta memorizar algo así con siete, ocho, nueve, diez años. Lo sé porque lo viví.

Conviene tomar buena nota de ese don tan humano. No en vano, de no hacerlo corremos el riesgo de caer en las redes del peligro que ya nos advirtió William Shakespeare, al decirnos que en nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser. Lástima que esta reflexión le llegue a uno con más edad y hoy es posible que en alguna familia haya berrinches y pucheros de desilusión, con el morro prieto y los ojos húmedos. ¿Han vivido alguna mañana de Reyes así en su vida? Imagino que sí. La culpa no era de Melchor, Gaspar ni de Baltasar. Quizás el problema era que soñábamos con imposibles.