EBIÉRAMOS tener por bien sabido que morir no es nada, que lo terrible, en verdad, es no vivir. Al fin y al cabo solo los olvidados están realmente muertos. Quizás por eso, porque quienes cada uno de noviembre acostumbraban a llevar a la tumba de sus muertos más cercanos un ramito de violetas (o de cualquier otra flor, es solo un tic de recuerdo a Cecilia o a Manzanita...) se encuentran hoy descolocados o descolocadas, como si fuesen traidores de tomo y lomo. Suena sensata la prohibición de arremolinarse en el camposantos por aquello de los riesgos de contagio por contacto así que habrá que hacer de tripas corazón y renunciar a ese momento íntimo. Con no olvidarles se alivia la ausencia. Se les mantiene vivos en la memoria.

Ojalá estas torpes palabras sirvan para desahogo de quienes se han quedado sin posibilidad de cursar la acostumbrada visita a la tumba de los suyos. Me temo que no encuentro unas mejores -es más sospecho que no soy capaz de dar ni siquiera con las peores...- para calmar la incertidumbre del gremio de la floristería. Pensémoslo. Las flores de consumo, si es que se puede decir así, se estilan en bodas y funerales hoy en día restringidos a la mínima expresión. El amor en cuarentena ya no se redondea con una ramo de rosas apasionadas y la despedida a nuestros muertos no permite un adiós florido. El luto, me temo, se ha quedado para esa rara y estricta intimidad del uno consigo mismo. No eran flores de postureo sino una manera de decirle al difunto, que ya no oye, que su paso por la vida alegró la nuestra. Que no podamos hacerlo hoy es doloroso para el alma pero hemos de ser conscientes de sus consecuencias. Con ellas empezaba este artículo, con esa precariedad que puede traducirse en un no vivir en unas condiciones aceptables. Mierda de época, en la que tantas cosas se marchitan.