UCHA gente alza la vista al cielo, un cielo sin la poesía del de Berlín, como si temiesen que fuese a derrumbarse sobre sus cabezas, ancestral pavor de Abraracúrcix, jefe de la irreductible aldea gala. Lo terrible es el gesto de desesperación que muestran porque, acordándose del duro invierno que se desató en la pasada primavera para sus negocios, para sus salarios o, en resumidas cuentas, para su futuro, ven bajar al lobo. Ya no temen quedarse sin cama libre en el servicio de urgencias de su hospital más próximo: les preocupa no tener cama sobre la que derrengarse al regreso de una dura jornada laboral. O peor aún, les espanta no sentir ese derrengue porque la empresa se detuvo. Mucha gente.

Lo digo porque basta con asomarse al balcón para sentir una percepción extraña: el mal que nos invade como un bárbaro Atila se ha cebado con la hostelería. ¿No es así, verdad? El virus no parece que sea un cabraloca que se deja llevar por una noche de copas que, según nos dice la gente del recuento, se ha convertido en la noche de los cristales rotos, el horror de los horrores. A la espera de que el estado de alarma se concrete con las medidas exactas, la ciudadanía escucha a una parte de los suyos y sus letanías. ¿Acaso somos nosotros los culpables?, se preguntan. Habrá que recordarles que en algunos casos sí. Que también hay hosteleros para los que siempre debiera servirse la penúltima, gente que no mide lo que ocurre más allá de la caja registradora aunque sea su casa. Los hay. Y clientes que al segundo vino piensan que todo el monte es orégano y la mascarilla, una máscara de carnaval. La inmensa mayoría es sensata pero no hace falta una inmensa mayoría para la expansión. Dicen que son los más damnificados pero hay que recordarles que peor lo pasan los muertos. Ayudémosles a superar el mal trago pero si tienen que cerrar, que cierren.