E abrieron las terrazas de los bares de refilón y el efecto fue semejante a si se hubiesen abierto las puertas de la prisión tras una de esas condenas de veinte años y un día. Esas 24 horas extra suponen, digo yo, ese pellizco más de sal que malogra el guiso o un grado más en la guindilla que te lleva el paladar de la alegría al infierno. Abrieron las terrazas de los bares de refilón y hubo un terrible error gramatical en mucha gente confusa. Pensaban que ya se podía animar el cotarro pero animaron el catarro, uno de los primeros síntomas de una enfermedad que, a ver si lo entienden bien de una vez por todas algunos y algunas de los más listos de la clase, es contagiosa, muy contagiosa.

Visto lo ocurrido pido, como ciudadano, mano dura. Oigo al alcalde de Bilbao, Juan Mari Aburto, que el primer día la policía tuvo una labor pedagógica y que luego vendrán las multas. ¿Por qué? Mientras escribo esta columna recibo en casa una multa de 601 euros a nombre de un joven de 16 años por jugar a baloncesto, él solo, a las 5.00 de la mañana el 18 de marzo, cuando todo eran todavía dudas. ¿Justo y legal? Sí. ¿Pedagógico? No parece que tanto. O no parece que lo mismo.

Es un ejemplo, pero supongo que no será el único. Se trata de que la ciudadanía se mueva al compás, al mismo paso. Insisto, el problema no está en la aplicación de la ley sino en el cómo. No está en el rigor estricto sino en la actitud de la gente. Ha sido así desde tiempos inmemoriales, desde que el propio Aristóteles nos recordase que "si los ciudadanos practicasen entre sí la amistad, no tendrían necesidad de la justicia". No lo hemos logrado. Cada cual cuenta la feria según le va, ya lo sé. Pero uno tiene la sensación de que a veces las leyes son semejantes a las telas de araña; detienen lo débil y ligero y son deshechas por lo fuerte y poderoso. Es lo que parece.