L futuro es algo que cada cual alcanza a un ritmo de sesenta minutos por hora, haga lo que haga y sea quien sea. A esa veolocidad va a moverse el porvenir más inmedito, enclaustrado en una excell sobre el que han dibujado, desde ayer, el horario de la libertad vigilada. De seis a diez de la mañana y de ocho a once de la noche, ese es el tiempo conquistado para moverse por la vida más allá del domicilio. Una limosna para algunos, un alivio para otros. No es fácil dar con la tecla pero sí se tiene la sensación de que la ciudadanía aún es presa de una pandemia de colmillos largos.

Es cierto que esa visión de los nuevos horarios está mediatizada por una de las lecciones que nos dio la vida cuando podía sufrirse o disfrutarse, según fuese la fiesta, en todo su esplendor. ¿Se acuerdan, verdad? El dolor cuenta las horas y el placer las olvida. Yo -y conmigo creo que la inmensa mayoría...- apreciamos, sobre todo, las horas compartidas y saboreadas, con lo cual este aflojamiento de las cadenas sabe a sacarina, a flores de plástico, a fotografías de paisaje, a fast food de fábrica. No, no es la vida en carne viva la que se presenta ante nosotros, la que sale a la calle. Es un sucedáneo de vida. Habrá que conformarse.

Quienes aún no hemos perdido la memoria escuchamos el silencio de los vasos de la cantina, daríamos vaya usted a saber qué por ese ¡muack! de un beso o el tacto de un abrazo. Queremos, aún a sabiendas que hoy por hoy es un imposible, un puñado de horas que cuenten, no que se cuenten con la meticulosidad de un reloj de patio de colegio o de penitenciaria. Añoramos horas que poder perder y que el tiempo se ralentice o acelere según lo viva cada cual, que no avance a una velocidad monótona y pesadota.

Ahora, cuando han comenzado a dictarnos las normas sobre las que se posará el futuro más reciente miramos las nuevas leyes con recelo. Son un alivio, sí. Pero lo que nos prometen no nos gusta demasiado. Habrá que tener paciencia.