ONGÁMONOS a buscar un hombre (hoy en día a un ser humano, como mandan los cánones de la corrección lingüística...) con una linterna, al igual que dicen que hizo, en plena noche, Diógenes, El Cínico. No por nada, a él se le atribuye aquella reflexión que habla de que cuando uno escucha a los físicos y a los filósofos que tiene el mundo, se siente tentado a creer que, por su sabiduría, el hombre se encuentra por encima de las bestias. Pero cuando, por otro lado, observa a los agoreros, a los intérpretes de sueños y a los que se creen grandes por tener honores y riquezas, no puedo evitar pensar que el hombre es el más idiota de los animales. Ha bastado este frenazo en seco de la acelerada vida para que uno se dé cuanta de las habilidades que gastaba el bueno de Diógenes en las calles de Atenas.

Ahora que se avecina la hora de los test para dar con el punto exacto de los virus, a uno se le despierta el hambre de examinar. Basta con desenfundar el farol de Diógenes estos días para comprobar que hay mucha gente de buen corazón que se alista al ejército de los voluntarios, que se entrega en el cuidado al prójimo más allá del último artículo exigible en el código deontológico, que se solidariza en su confinamiento en nombre de quienes viven estos días en el alambre, que se la juega para que no se la jueguen quienes son delicados como la flor de las maravillas. Son miles. Mayoría.

Pero tampoco es desdeñable la cifra de imbéciles de remate, de descendientes de aquellos tipos de los que hablaba Diógenes. Lanzan bulos por las redes sociales, se saltan la cuarentena creyéndose inmortales o importándoles un carajo la salud del prójimo, se inventan excusas peregrinas cuando les pillan con las manos en la masa y se vanaglorian de esas y otras proezas. Imbéciles cum laude.