HAY desgracias que quedan sepultadas bajo los horrores que de vez en cuando nos visitan como, qué sé yo, los fantasmas de los cuentos de Edgar Allan Poe. En este caso el horror no cabe ni siquiera en la literatura, el asunto es de una gravedad de tal calibre que uno tiene la tentación de pedir perdón por la metáfora. No por nada, el asunto habla de dos trabajadores desaparecidos tras el deslizamiento de un vertedero en Zaldibar cuya búsqueda prosiguió hasta última hora de la tarde de ayer, cuando fue suspendida, con la espada de Damocles de la seguridad encima. No en vano, el peligro era que se añadiese a la nómina de las desgracias algún nombre más.

Un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias le llevan a uno a esta situación tan triste donde da la impresión de que solo queda la resignación como vía de salida. El viejo ciclista Lance Armstrong, al que los laboratorios señalaron como un hombre ventajista, nos dejó una sentencia en carne viva que puede aplicarse en los sucesos de Zaldibar, esa que dice que tienes que vivir con los accidentes, y esperar no caer en uno. El cara o cruz es terrible, no me digan que no.

El desenlace de esta novela de intriga, mucho me temo, es bien conocido. Rodarán lágrimas por la ladera que acaba de derrumbarse. La amenaza del amianto ha frenado el ímpetu de la búsqueda. Como si no se intuyese que uno ya conoce quienes son los mayordomos de la narración, los señalados como víctimas del relato. No en vano, el viejo Mohamed Ali, boxeador de leyenda, ya nos lo dijo: La vida es una apuesta. Puedes lastimarte, pero la gente muere en accidentes de avión, pierde sus brazos y piernas en accidentes de auto; la gente muere todos los días. Lo mismo con los boxeadores. Algunos mueren, algunos se lastiman, algunos siguen.