A larga ausencia del fútbol en nuestras vidas por la tarde ha creado una sensación de huérfana soledad que recuerda, en parte, a la tan cantada soledad del portero, nunca mejor expresada que en aquella increíble anécdota de la mañana del día de Navidad de 1937. El protagonista de esta historia, Sam Bartram, defendía la portería del Charlton aquel día frente al Chelsea. Al descanso el marcador era 1-1 pero al regreso una niebla lo encapotó todo. En ocasiones perdía de vista a sus compañeros y rivales que, de vez en cuando, reparecían por el área. Sin embargo, durante un largo periodo de tiempo no llegaba peligro alguno y como el propio Sam reconoce en su biografía pensó: "estamos dominando el partido". Llegó a adelantarse hasta el borde del área y allí, entre las sombras, vio una silueta... ¡uniformada! Al verle el policía en guardia le preguntó: "¿Qué hace usted aquí todavía? El partido se ha suspendido hace quince minutos y se han marchado todos". A su llegada a los vestuarios fue el hazmerreír de sus compañeros. He ahí un ejemplo de la soledad.

Nada de eso sería posible hoy en día, con el fútbol vigilado por mil ojos. Es bien sabido, sin embargo, que la soledad perdura. No en vano, el fútbol es un deporte de equipo hasta que el portero comete un error y entonces se convierte en un deporte individual. Esa esa la penitencia. El propio Iribar, cuya sombra se busca en San Mamés desde el día de su adiós, es consciente de ello. "Un portero no debe echar nunca la culpa al empedrado, que si me dio un mal bote, que si el balón me venia así, que si€ Eso es síntoma de debilidad, no te puedes derrumbar, siendo el último hombre del equipo no tienes que demostrar ningún síntoma de debilidad, ni cuando dices las cosas ni cuando las haces", dijo en su día. Ese es el peaje.

Se ha hablado mucho de su sucesor. El primero fue Andoni Zubizarreta, pero el mercado se lo llevó cuando estaba en su madurez. Más pronto aún hizo lo propio con Kepa Arrizabalaga, otro solitario llamado a ser el heredero que se fue tras los cantos de sirena. Tiempos modernos.

Hoy ocupa ese trono de San Mamés otro portero con aire de tío grande, Unai Simón. Se sienta donde parecía llamado a sentarse otro prófugo, Remiro. Su aparición con aire sobrio ha vuelto a levantar expectación y los números lo certifican. Es uno de esos, un portero a la bilbaina. Defiende una portería mítica, donde Iago Herrerín se ha dejado la piel en los últimos tiempos, acudiendo allá cuando y donde debía. Acusado, en ocasiones, de cabraloca, lo cierto es que Iago ha sido un guardameta para todo, uno de esos porteros comodín que sacan las castañas del fuego. También ha vivido en soledad los reproches por su forma física o por alguna que otra actuación rocambolesca. De nuevo la condena, aunque él siempre estuvo, ahí, cuando se le necesitaba. Al parecer se acerca la hora de su adiós, con el incontestable Unai en los timones. Es la ley del fútbol, ya lo sé. Pero sería bueno darle las gracias.

(P. D.: la reciente renovación de Nico Williams, convirtiéndose en futbolista profesional del Athletic me ha recordado a la serie de Netflix, Juego de caballeros, donde el albañil Fergus Suter pasó a la historia por convertirse en el primer futbolista profesional de la historia. Ahí cambió todo).