la selección natural opera a través del éxito reproductor de los individuos. Los rasgos hereditarios de quienes dejan más descendencia son los que, andando el tiempo, serán más abundantes. Y las razones para ello no son en absoluto evidentes. Las transformaciones que se produjeron tras la adopción de la agricultura y la ganadería, entre las que cabe incluir el cambio de la alimentación y la vida en núcleos estables de población de tamaño creciente, por ejemplo, ha tenido efectos evolutivos en nuestra especie. O sea, la frecuencia de determinadas variantes genéticas en las poblaciones humanas ha aumentado, mientras que la de otras ha disminuido. Por otro lado, ciertas funciones biológicas se han enriquecido genéticamente -en la población hay más variantes implicadas en ellas-, mientras que otras se han empobrecido.

En una investigación reciente se han comparado los genomas de individuos que vivieron en Europa hace entre 5.500 y 3.000 años con los de europeos actuales. En el estudio han identificado las funciones cuyo sustrato genético ha sufrido más cambios (mutaciones), dando lugar, por lo tanto, a más variantes, y también aquellos en los que ha ocurrido lo contrario. Ha aumentado el número de variantes genéticas implicadas en el metabolismo de carbohidratos, los mecanismos de desintoxicación, el transporte de sustancias a través de membranas, el sistema de defensa inmunitaria, la señalización celular, la actividad física y la percepción olfativa. Y han disminuido las relacionadas con la generación de óvulos -y por lo tanto, en ese aspecto, con la fisiología reproductiva femenina-, y con un mecanismo neurológico denominado potenciación a largo plazo. Veamos, a modo de ejemplo, algunas de estas funciones en su contexto.

Que se hayan enriquecido genéticamente las relacionadas con el metabolismo de carbohidratos tiene que ver, seguramente, con la expansión de la agricultura y la ganadería. La producción de cereales provocó un aumento de la proporción de carbohidratos en la dieta y la ganadería propició el consumo de leche por adultos, gracias a la mutación que les permite retener la capacidad para digerir lactosa, que es un azúcar, al fin y al cabo.

Algo similar ha ocurrido con las variantes implicadas en el funcionamiento del sistema inmunitario. Las altas densidades de población y, en especial, la convivencia próxima con animales domésticos generó condiciones propicias para la proliferación de parásitos patógenos. No es de extrañar, pues, que el sistema inmunitario de los pueblos agricultores y ganaderos haya adquirido capacidades de las que carecía el de cazadores-recolectores, o haya reforzado ciertos aspectos de su funcionamiento como consecuencia de esas condiciones.

La potenciación a largo plazo es un mecanismo que intensifica la transmisión de señales entre neuronas, por lo que está implicado en el aprendizaje y la memoria. Que ese mecanismo haya experimentado una reducción de variantes en su sustrato genético quizás esté relacionado con la importancia creciente del aprendizaje y la transmisión cultural a partir del asentamiento en poblaciones y la emergencia de lo que conocemos como civilización. Aunque ignoramos cómo es esa relación.

Antes se pensaba -y todavía hay quien lo cree- que la civilización, con sus comodidades y su capacidad para amortiguar los efectos de la intemperie sobre nuestro organismo, ha detenido la evolución del linaje humano e, incluso, que al desaparecer las presiones selectivas que actuaron en la prehistoria, nos hemos ido convirtiendo en seres cada vez más defectuosos, pues los menos aptos cada vez sobreviven en mayor medida; y pueden además dejar descendencia. Pero las cosas no son así, sino, como suele ocurrir, más complejas. Porque las presiones selectivas no desaparecen; cambian. Y con ellas, también nuestra naturaleza se transforma.