Los sindicatos celebraron su día con un mensaje común: subida salarial en función de la inflación. Una lógica que busca garantizar el poder adquisitivo de la ciudadanía en momentos en los que los precios de artículos nada lujosos se incrementan en porcentajes de dos dígitos. La imperiosa necesidad de disponer de organizaciones que defiendan los derechos de los y las trabajadoras se orientó ideológicamente hacia la hipótesis de la lucha de clases y ha evolucionado a estructuras y dinámicas no siempre coincidente con la percepción ciudadana de su función, que la circunscribe al ámbito laboral.

No es así, y muchos sindicatos, además de la necesaria función de ordenar y canalizar reivindicaciones que no pueden defenderse con posibilidad de éxito de modo individual, han desarrollado dos modelos políticos: una vocación de sustitución de las estructuras democráticas cuando estas no generan las mayorías ideológicas que propugnan; y el conflicto como mecanismo de acción, según el modelo de Engels hace siglo y medio.

Esa doble estrategia propugna la lucha de clases y confrontar en los ámbitos del crecimiento económico: la empresa y el sector público. Todo de una legitimidad incuestionable pero con efectos secundarios que inciden en la propia dinámica de la economía: la consolidación de una "clase sindical" que reproduce vicios que se atribuyen a la "clase política" y la administración de la información: no es precisa toda la verdad para hacer discurso. Hoy, subir salarios se antoja la garantía del poder adquisitivo pero también es el mecanismo de pérdida del mismo por la mayor imposición fiscal a mayor salario y el mayor precio a mayor coste de producción. La ecuación es más amplia y tiene que ver con factores del crecimiento. Pero nadie moviliza a las masas tras la bandera de la I+D+i, la formación y la productividad. El salario exige menos y satisface más. Tras la fiesta sindical, llega el 2º de mayo y toca encarar toda esa realidad.