A Unión Europea se nos ha puesto muy malita. Empezó con una tos persistente allá por 2008. Le prescribieron sangrías de bienestar los que afirmaban que iban a refundar el modelo financiero internacional. Para cuando nos dimos cuenta de que aquello consistía en hacer fábricas de morcillas con la sangre extraída al sistema ya nos sobrevolaban los fondos buitre. Tuvo una mejoría pasajera -a pesar del bajón del Brexit- cuando comenzó la pandemia. Coordinación, una voz única y un puño fuerte en la mesa de trile del suministro de mascarillas y EPI, primero, y de vacunas, después. Y fondos comunes para afrontar la recuperación. Modelos de reequilibrio por sentido común, no por empatía. El de entender que los más ricos del club necesitan del mercado, la movilidad, la mano de obra capacitada y no tanto de los más pobres. Que dar la espalda a la Unión es amputarse miembros propios. Pero algunos aprovechan que han quedado hilos sueltos para tirar de ellos y descoser el traje. Gestionan la corriente de opinión, no la verdad. Miran con envidia a los que colaboraron con la especulación pagando las vacunas a millón porque podían. Y simulan iniciativa a sabiendas de que no hay vacuna rusa hasta que la valide la Agencia Europea del Medicamento. Empiezan las patadas en el bote salvavidas y suele volcarse. Eso sí, nadie será culpable; ella sola se morirá.