HORA que encaramos el horizonte de eso que llaman fiesta de la democracia, como son unas elecciones, puede ser buen momento para pensar en eso: en la democracia. Hemos caído en la complacencia de reducir la democracia al mero ejercicio del sufragio -activo y pasivo- como si el voto fuese, por sí mismo, una pátina de inmaculada pureza que desinfecta todo lo que se haga a continuación. La tontería se me ocurre porque la semana pasada los rusos acaban de blanquearle todos los rincones oscuros de su historia política a Vladímir Putin. Al presidente ruso -conspiraciones o pucherazos presuntos al margen, por aquello de que las urnas no debían de estar selladas- le han aprobado sus administrados la reforma constitucional que le permitiría gobernarles hasta 2036, si le da la gana. Que lo mismo no le da, puesto que lleva ya 20 años, pero que, si el hombre se siente con ganas, podría sumar 36 años en el poder (con el paréntesis ficticio en el que se alternó con su primer ministro). Conste que José Stalin solo estuvo 30 y a los rusos ya se les hizo largo aunque nadie lo dijera porque desde Siberia llegan mal los gritos. A todo esto, la corrupción, el acoso a la oposición, la recesión económica, la pobreza creciente y el desastroso estado de los servicios no parecen pasarle factura. Le votan, le quieren o le temen lo suficiente para no pedir una democracia real.