CUANDO hoy, salvo error u omisión, se ratifique la investidura de Pedro Sánchez, dará comienzo una legislatura incierta, posiblemente breve -salvo que la altura de miras de quienes la propician les dure más de lo habitual- y, sobre todo, intoxicada. Lo ha pueso en evidencia la actitud del bloque nacionalderechista de la Plaza de Colón. No ha cambiado nada de aquella foto en la que se metían codos por ocupar la primera fila porque PP, Vox y Ciudadanos eran más de los que cabían pero menos representativos, como se acreditó en las urnas, que la mayoría democrática que se requiere para gobernar.

De las sesiones de investidura sale la evidencia de una estrategia de oposición que pretenderá impedir el normal funcionamiento de la democracia; en la que el discurso guerracivilista que señala a traidores y justifica la crispación como método se anuncia para tratar de bloquear las instituciones; en el que los reproches de una presunta moral propia ultrajada intentan condicionar los principios de la ética demorática. La derrota en las urnas se intentará contrarrestar con la incitación a la crispación en las calles. Lo confesó Pablo Casado arrebatándole el discurso a Santiago Abascal. Será una legislatura de insultos y de criminalización de las minorías que no beben de ese orgullo patrio que se mide en metros cuadrados de rojigualda que ocultan bajo su paño políticas antisociales y entrega a lobistas la calidad de vida de la ciudadanía y sus derechos sociales. En este entorno, el nacionalismo vasco y catalán tiene un papel de sustento y vigilancia. Nos jugamos una democracia y ninguna nación nacerá de dinamitarla.