SI a estas alturas del verano alguien piensa que no habrá elecciones en noviembre, no solo cree en los milagros, también cree en Pedro Sánchez. El presidente en funciones, sol de Doñana, cena de gala en Biarritz, empieza a ser ese gran rodríguez de la política, que cuando mejor está es solo, o sea, con una sartén en la mano y sin hacer nada. El de Don Tancredo es ese síndrome que le asalta a uno en Moncloa como al que le da un aire o coge un gripazo, Rajoy se escapaba con el Tour y Sánchez lo hace en un verano en el que las vacaciones hacen que sus gobernados disfruten el encefalograma plano hasta septiembre, cuando todo empezará a moverse o a parecer que lo hace. Así a lo tonto, Sánchez lleva más de un año gobernando, haciendo que hace, saltando de anuncios a cumbres porque su épica política le patrocina como un aval bancario, como ese señor inmóvil pero sin descanso que para no decepcionar ya solo se dedica a sobrevivir en lugar de a gobernar. Todo agosto lleva Sánchez de sol a sol, viendo pasar los días para la convocatoria de esas nuevas elecciones que ya cogen color y que pueden auparle al mismo sitio donde estaba, es decir, con los mismos apoyos mientras Casado, perfil bajo, señorón de Estado, se dio el primer chapuzón con el gobierno de Madrid ya instalado como el que decora el saloncito. Con los nervios que pasó este hombre tras las elecciones, será el único español que ha tenido las vacaciones más tranquilas del reino y que a su vez, suspira por el día en que terminen. En el paréntesis vacacional, todos esperando al señorón del PSOE que anuncia reuniones sin llamar a nadie, no sea que termine gobernando con quien no quiere y el paralís le acabe dando a él.