HAY veces en las que no basta con tener razón en el diagnóstico, sobre todo si es sobre las circunstancias ajenas. Además, hay que saber sobreponerse a esa convicción. No han sido capaces ni Sánchez ni Iglesias. Porque el líder de Podemos tenía razón cuando reprochaba al PSOE la falta de respeto con la que ha sido tratado su partido, pero erró gravemente en no ser capaz de abstraerse de ello. Y Sánchez tenía toda la razón al quejarse de la bisoñez de sus interlocutores, pero debió haber evitado el coste jugando las cartas con más margen, no dejando macerar a los rivales como si el tiempo solo corriera en contra de ellos. El caso es que ambos han acreditado que tienen demasiados complejos en su relación con el otro. Mucha desconfianza compensada con arrogancia. La de Iglesias le impidió ver que la oferta final del PSOE merecía también el respeto de no desmerecer carteras como Sanidad, Igualdad o Vivienda. El último requiebro fue tan absurdo que la propia materia reclamada -políticas activas de empleo- es tan menor que nadie se cree que fuera el problema. Ni la solución. Por su parte, Sánchez, tiene el problema de que se muestra incapaz de sobreponerse al antagonismo personal con Iglesias. Le asiste la verdad cuando reprocha a sus interlocutores preferentes su concepción del Gobierno: no puede ser una superposición de taifas. Por eso mismo, el socialista debió haber trabajado un programa de gobierno capaz de compartirlo con otros, dentro y fuera del ejecutivo. Ahora, ambos han dado a la derecha lo que no tenía: un relato de irresponsabilidad de la izquierda que maquille sus eslóganes más rancios.