estamos en elecciones. Ese escenario en el que conviven las promesas de un mundo mejor con la realidad de un mundo desigual, desequilibrado, paradójico e injusto en materia económica, laboral, social y financiera. En esta ocasión estamos llamados a depositar nuestros deseos y esperanzas municipales, forales y europeas. Dejemos a un lado las dos primeras para centrarnos en la elección de las 751 personas que durante cinco años ocuparán los escaños del Parlamento Europeo, el órgano legislativo de la UE, creado en 1952 aunque no fue hasta 1979 cuando tuvieron lugar las primeras elecciones democráticas.

Es, por tanto, la novena cita en la que los ciudadanos del viejo continente elegimos a nuestros representantes en la primera institución europea y la única que es democrática. Dicho así, puede decirse que son unas elecciones importantes, aunque para muchos se trata de una jornada intrascendente, carente de estímulos y motivaciones porque el contexto actual europeo, se mire por donde se mire, es otro bien distinto a la que cabría esperar. Y no será porque no tenga retos importantes para el próximo lustro legislativo.

En efecto, la Unión Europea, como proyecto supranacional y europeísta en origen, ha sido una idea ilusionante, porque se basa en la paz de todos los pueblos, esperanzadora, porque aspira al bienestar de todos sus ciudadanos, y honesta, porque nace bajo el principio democrático. Sin embargo, un velo de incapacidad cubre su trayectoria en los últimos años desde que la crisis económica hiciera su aparición en 2007, dejando a su paso la desilusión de los más optimistas, la desesperanza en los millones de damnificados sumidos en la pobreza y la deshonestidad de gobernantes que reprimen y recortan la democracia en países como Polonia y Hungría.

RETOS SIN PROPUESTA Ese velo de incapacidad ha dejado en su camino muchas preguntas sin respuesta y muchos retos sin propuesta de solución, provocando el desinterés de la ciudadanía que ve alejadas de su realidad social a todas las instituciones europeas. Preguntas, por ejemplo, sobre cómo reparar la fractura existente entre sus miembros, que algunos, eufemísticamente, definen como “asimetrías institucionales de las economías políticas de los Estados”; o cómo hacer frente a la tensión comercial provocada por la competencia desleal de China, que ha pasado de ser socio prioritario a convertirse en un rival económico, o por el proteccionismo de Trump. Sin olvidar los problemas generados por el Brexit.

Y, junto a las preguntas, los retos, como la crisis del euro, que sigue sin superarse en su totalidad; o el lento crecimiento de la productividad, síntoma inequívoco del debilitamiento o la desaceleración que se registra en potencias industriales como Alemania y Francia; o la transformación del BCE que dirige una unión monetaria sin una unión bancaria y ahora pone punto final a los estímulos derivados de bajos tipos de interés y compra de deuda pública; o la inexistencia de políticas comunes en materia fiscal, social o laboral.

La UE necesita renovarse o, mejor dicho, necesita renacer. Es decir, recuperar los principios y valores que permitieron su nacimiento en la década de los 50 del pasado siglo. Sin embargo, a día de hoy no hay propuesta o síntoma que pueda sugerir la posibilidad de una Europa unida como si se tratara de un Estado único. Y no las hay porque las decisiones y medidas que pueden tomar las instituciones europeas, incluido el Parlamento siguen sin ser vinculantes. La autoridad sigue en manos de los gobiernos y administraciones estatales que no dudarán en responsabilizar a las directrices de la UE para cubrirse ante el descontento de la ciudadanía.

El deambular de la UE es errático, desvanecido y extremadamente desviado de la sociedad, que hace ya tiempo perdió toda esperanza. Estamos ante una Europa fatigada y maniatada por ese velo de incapacidad. Y así han llegado los líderes de los Ventisiete a la cumbre informal que esta pasada semana han celebrado en Sibiu (Rumanía) para debatir el futuro de la UE y que se ha saldado con una declaración oficial de diez puntos en los que vuelven a repetir las mismas cosas de siempre, como si se tratara del día de la marmota.

No les voy a cansar con el texto de la Declaración de Sibiu. Tan sólo me despido con el segundo de esos 10 puntos: “Nos mantendremos unidos, pase lo que pase. Mostraremos nuestra solidaridad mutua en momentos de solidaridad y siempre actuaremos codo con codo. Podemos hablar con una sola voz, y así lo haremos”.

Ver para creer.