Una semana más, y ya son incontables, las noticias que nos llegan de Gaza son espantosas, crueles y criminales. Es, seguramente, el horror más espeluznante, sistemático y sostenido del que hemos tenido noticia en los últimos tiempos y que haya sido retransmitido a diario, durante meses.

La semana comenzaba con las noticias, no por habituales menos descarnadas, de objetivos sanitarios atacados, de familias enteras masacradas, de niños que se mueren de hambre (57 acreditados por la OMS a principios de mes) o por falta de atención médica o directamente como consecuencia de un ataque contra la población civil (contra su casa, contra un dispensario, un refugio, una cola de entrega de alimentos o un centro de acogida). El viernes la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU declaraba que “Gaza es el lugar más hambriento de la Tierra”, en el sentido que “es el único territorio definido en el mundo en el que toda la población corre riesgo de hambruna”. Más allá de la posición en el ranking de los horrores, lo que lo hace más grave, más repugnante y más inadmisible este caso es el hecho de que no es una hambruna provocada por una circunstancia más o menos natural, impredecible o accidental, sino una hambruna intencionalmente provocada como arma de guerra o, quizá con mayor justicia haya que decir, como instrumento de genocidio.

Hace mucho que sabemos que con frecuencia eso que llamábamos hambre por causas naturales (sequías, por ejemplo) tiene más que ver con el accionar humano (la gestión del agua y del territorio, los desplazamientos forzados, los conflictos, la contaminación y las agresiones medioambientales, entre otros) que con causas netamente naturales. El cambio climático, que afecta de modo desproporcionado a las poblaciones más empobrecidas y vulnerables y las obliga en ocasiones a desplazarse, no hace sino confirmar esa vieja realidad de emergencias complejas.

Pero aquí no estamos ante una hambruna provocada por una causa natural, ni siquiera ante una emergencia compleja, sino ante una hambruna construida con un fin político. La situación de la población palestina en sus territorios venía siendo tal que la hace dependiente estructuralmente de la ayuda internacional por razones de nuevo políticas, pero lo que observamos ahora es el grado más alto de la hambruna como arma de destrucción de un pueblo. Y sucede ante los ojos del mundo. Cada día.

No solo se impide a la población acceder por sus medios a la alimentación, sino que Israel impide a las instituciones internacionales (la ONU y la Cruz Roja de modo muy especial) facilitar esa ayuda. Los casos en que estas instituciones y otras (como las ONG, por ejemplo) han sido objeto de ataques militares deliberados, además de constituir un crimen internacional, deben ser interpretados en esta lógica de imposibilitar la supervivencia de la población en su territorio.

El nuevo sistema de reparto de ayuda humanitaria ideado por Estados Unidos e Israel tiene como fin eliminar a los actores humanitarios de la zona, aquellos que desarrollan su tarea respetando los principios humanitarios que comenzaron a gestarse en la segunda mitad del siglo XIX, tales como la neutralidad, la independencia o la universalidad. Han creado un nuevo instrumento a su servicio.

Bien sea por incompetencia o intencionalmente, el primer reparto de este nuevo sistema, este martes, fue tan desastroso que se generó el caos y 47 personas, desesperadas por llevar algo a las bocas de sus familias, resultaron heridas por disparos. La Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU ha descrito este nuevo sistema estadounidense-israelí como “una escasez maquinada protegida por contratistas de seguridad privados estadounidenses, donde recibirán raciones los palestinos que puedan llegar a ellos (…), una violación del principio básico de imparcialidad”.

Netanyahu no solo ha bloqueado la ayuda humanitaria en la zona. Ha bloqueado el nexo de su Estado con los principios de la universal dignidad humana.