Ahora que tenemos fijadas las fechas de las elecciones, cabría escribir una columna mirando al pasado, para valorar las tres legislaturas del lehendakari Urkullu. Me lo reservo para más adelante. Cabe escribir también mirando al futuro, para imaginar los escenarios que se presentan a partir del 22 de abril. Para eso ya habrá tiempo. Y también cabe centrarse, que es lo que les propongo, en el presente de estas semanas que tenemos por delante.

Quienes saben de sociología electoral y de ganar elecciones parece que han identificado al sector más joven del electorado como el foco al que dirigirse durante estas semanas. A ellos se dirigen la estrategia, el lenguaje, las formas y los tonos. Recuerdo que en COU un profesor nos decía que aquellos jóvenes que éramos jugábamos entonces a la pose del incomprendido, pero que la sociedad de consumo nos hacía la pelota a tiempo completo. Ahora yo tengo la edad de aquel profesor y, como Heráclito, miro el río que pasa. Sí que lleva distinta agua, pero no sé si es el mismo o es otro río.

En esta precampaña parece que ganan presencia los mensajes rápidos, sin tiempo para las reflexiones de fondo, donde la emoción vence siempre al dato y al argumento elaborado. Me pregunto si en ocasiones la marketiniana primacía de la brevedad puede comprometer el fondo de lo que se habla. Podríamos así derivar en una campaña centrada, por ejemplo, en el desempleo en Euskadi, pero sin comunicar ni estudiar sus datos reales, sin debatirlos, sin compararlos con los del pasado o con los de otras comunidades autónomas, o sin recordar el en su día ambicioso compromiso de legislatura de situar la tasa de paro por debajo del 10% y sin considerar el enorme valor de su cumplimento con grandes creces en medio de varias crisis globales. Una campaña montada sobre esa lógica que coloca todos los discursos en el grado cero de la inocencia, a todos los candidatos en la misma casilla de salida de la ilusión de que no hay pasado, no beneficia a un gobierno que tenga resultados que presentar.

De la misma forma afirmaremos que a la sociedad le interesa mucho la transparencia y el buen gobierno, pero acaso se dude en molestar con datos al respecto que nos hagan parecer complacientes, o se renuncie a asustar con los índices internacionales de referencia que nos hagan parecer distantes tecnócratas, puesto que en campaña el dato se pierde y se olvida. Lo mismo podríamos decir sobre cualquier otro tema, desde las emisiones de gases a las prestaciones sociales. De nuevo cabe preguntarse a quién beneficia tal tipo de debates donde todo empieza hoy desvinculado de un ayer con sus trabajos y sus días.

Los partidos que en el Estado surgieron con el sueño de que no era necesario un programa coherente y un cuerpo organizativo preparado, que bastaba con el impacto en los medios y en las redes, han desaparecido en las últimas elecciones en Galicia y parecen activamente comprometidos en la tarea de perder fuelle en el resto de lugares.

Se impone, sin embargo, un modelo de candidato que debe mostrarse accesible y cercano, al que sientas que puedas dirigirte directamente como a un amigo por su nombre de pila. Seguro que se acuerdan de una muy polémica escena. Recién elegido presidente de la República, Emmanuel Macron acudió a un evento en homenaje a la resistencia. Allí un adolescente se dirigió a él con un saludo informal: “Ça va Manu?”. Macron le respondió que en el marco de una ceremonia oficial el joven se debía comportar como corresponde y debía llamarle Monsieur Président de la République. Acertado o equivocado en el tono de su reacción, no creo que a Macron le moviera ninguna necesidad personal de abusar de su posición o de reivindicar cruelmente su ego ante un adolescente. Tenía, quiero suponer, una intención pedagógica política de respeto institucional. Otros políticos, conscientes del peso de las cámaras y la dictadura de su instante, habrían pasado sin reaccionar, pero Macron quizá pensó que tras las formas hay un significado político que proteger.