EN unos días comienza la campaña electoral para las elecciones municipales y forales. Les invito a dar un paso atrás para tomar por un momento una perspectiva más general antes de que la campaña nos lleve a disputas más inmediatas. Les propongo dos reflexiones previas al debate partidista: la primera sobre la democracia, y la segunda sobre nuestra identidad política foral.

Gozamos una democracia de alta calidad. No lo digo yo, lo muestran los mejores índices internacionales. Desde Transparencia Internacional hasta el Democracy Index que prepara the Economist Intelligence Unit. Hay un informe financiado por la Unión Europea y realizado por la Universidad de Gotemburgo que mide la calidad de la democracia por regiones. Analiza desde indicadores de corrupción y transparencia hasta aspectos de gestión sanitaria o de satisfacción pública con los servicios. La Comunidad Autónoma Vasca queda reflejada como la primera del Estado, tiene una nota superior a la de cualquier otra región italiana, belga o irlandesa, y en Francia solo es superada por una región (Bretaña).

No se trata de ponernos medallas. La complacencia lleva al desastre. Pero si queremos mejorar nuestra democracia, debemos comenzar conociendo y valorando lo que tenemos. No ha caído del cielo ni es gratis. Es producto del esfuerzo y el sacrifico de muchos en el presente y de muchas generaciones anteriores que construyeron para nosotros lo que ellos no tuvieron y que con tanta facilidad despreciamos. Desconocerlo no solo es tonto y desagradecido, sino que nos condena a la esterilidad.

Vivimos en todo el mundo una importante crisis de la democracia. La alianza chino-rusa ha anunciado expresamente que su plan es desactivar toda supervisión internacional de la democracia. La calidad democrática se ha deteriorado a pasos agigantados en países como Filipinas, India, Turquía, Hungría, El Salvador, Nicaragua y tantos otros. La pérdida de derechos y libertades en Rusia y su criminal actuar es ya categórico. En países como Estados Unidos y el Reino Unido los riesgos han sido altos y no están ni mucho menos superados.

En nuestro país la enorme desafección se relaciona con la sensación percibida por muchos de que el sistema funciona sin nosotros, que no escucha y que responde a intereses ajenos. El debate racional sobre la ecuanimidad de ese juicio no funciona. Las democracias occidentales no han encontrado la fórmula para afrontarlo. El resultado es el avance del populismo que vemos en tantos países, desde los Estados Unidos a Francia, con sus promesas falsas de fuego de artificio que prende, deslumbra y muere.

Pero la democracia no prende, deslumbra y muere. No es la que llega la primera y sin despeinarse. No es la que no falla nunca. Es más modesta. Es la que tropieza y se llena de barro. La que avanza por medio del viejo método de prueba y error. La que reconoce con transparencia lo que no funciona y lo corrige sin saber muy bien si lo nuevo funcionará mejor. Es la que aprende a cada paso con humildad. No es la que depende de los líderes de capacidades excepcionales y sobrehumanas, sino la que avanza aprendiendo del conjunto de su sociedad, con las virtudes y los defectos compartidos. Es la que forman los ciudadanos que conocen, respetan y cuidan sus imperfectas instituciones.

La segunda de las reflexiones tiene que ver con nuestra identidad nacional foral, pactista y de soberanías cruzadas, simultáneas y superpuestas. Los medios estatales nos informarán de unas elecciones autonómicas que responden a otro esquema político, normativo y competencial. En lugar de aprovechar la oportunidad para conocernos mejor, muchos medios replicarán aquí ese esquema y volveremos a centrar nuestra atención en debates ajenos. Terminaremos hablando más de la última resultona tontería de Ayuso que de los candidatos de las instituciones que van a cobrar y gestionar nuestros impuestos, que van a liderar nuestras políticas territoriales y que van a representar nuestra identidad política.