SI una disciplina científica ha experimentado una transmutación sin precedentes en las últimas décadas es la de las Matemáticas. El programa del alemán David Hilbert (1862-1943), presentado en el Congreso Internacional de Matemáticos (ICM) de París en 1900, estableció una agenda de investigación que ha guiado a diversas generaciones de matemáticos durante más de un siglo. Pero, más que una colección de problemas de matemáticas difíciles de resolver, constituyó todo un manual para forjar una transformación y renovación de la disciplina y de la comunidad matemática internacional que, analizando las cuestiones que Hilbert planteó, se fue preparando para participar activamente, de manera crucial, en los desarrollos científicos y tecnológicos que nos han conducido a la sociedad de la información global de hoy.
El destacado papel de los matemáticos en esa larga y espectacular transformación social, con resultados patentes en lo cotidiano, empieza a ser bien conocido por todos. Incluso el cine de masas se ha hecho eco de la vida y obra de personajes irrepetibles como John Nash (A Beautiful Mind/Una mente maravillosa, 2001) y Alan Turing (The Imitation Game/Descifrando Enigma, 2014), a quienes debemos algunos de los avances más importantes en computación y teoría de juegos, por ejemplo.
Mientras Hilbert escribía su programa y posteriormente generaciones de matemáticos se volcaban en él, España era también diferente en este ámbito. Lo sigue siendo hoy, pero un poco menos.
Este artículo es una muestra de sincero agradecimiento a aquellos profesores que en la década de los 80, en Leioa, hicieron posible que una nueva generación de vascos se sumara al crucero de renovación matemática mundial ya en marcha, en el que la comunidad matemática internacional se aprestaba a transitar por el cabo del cambio de siglo, para llegar a este día de hoy en que las Matemáticas, como es bien sabido, constituyen la manzana más deseada del frondoso árbol del conocimiento y del mercado laboral.
Emiliano Aparicio (1926-1998), el ruso, uno de los 1.500 niños de la guerra que embarcó hacia Rusia en 1937 en aquel navío que intentaba preservar la vida de algunos de los entonces niños sin que sucumbieran en una guerra injusta, volvió a Leioa en 1971 como un profesor consolidado y reconocido, dedicándose con pasión un buen número de años a la docencia y a la investigación, acercando nuestra matemática a la potentísima escuela rusa.
Iñaki Rozas, José Pérez Vilaplana, Jesús de la Cal, Adela Moyua o Julián Aguirre, que se despedía definitivamente de nosotros el pasado jueves sin que tuviéramos oportunidad de decirle adiós por última vez, fueron profesores excelsos en Análisis, en Probabilidades, en Ecuaciones Diferenciales y en tantas otras materias. Nunca agradeceremos bastante sus clases y ejemplo de profesionalidad que, con muchos otros, tuve el privilegio de recibir en Leioa entre 1979 y 1984, cuando parecía que Euskadi era un país en blanco y negro. Otros llegaron justo después, como José Manuel Souto, para irse también con premura. Todos ellos activaron en nosotros el virus de la pasión por las Matemáticas, que posiblemente ya incubábamos desde hacía mucho, y sobre todo nos educaron en los fundamentos de la matemática universitaria al mismo nivel que en cualquiera de las mejores universidades del mundo.
De ese modo, cuando tras la carrera nos encontramos estudiando en el extranjero, pudimos descubrir, no sin gran sorpresa, que podíamos superar con holgura las pruebas que nos ponían, en idiomas que apenas chapurreábamos.
Aquellos profesores dedicados, apasionados y generosos, cuando la Universidad española aún no se había convertido en el plató ideal de la serie de Juego de Tronos, nos habían entrenado, sin que fuéramos conscientes de ello, para competir cómodamente en las instituciones académicas más exigentes.
Se han ido yendo uno a uno, ellos y otros muchos. Incluso algún alumno y compañero de la época, como Xabier Garaizar, quien desarrollaba una exitosa carrera en California. Al constatarlo es imposible que la nostalgia no nos invada y que el momento no sirva para tomar conciencia de que se nos ha ido al menos media vida. Y no sería justo que hoy no rindiéramos un pequeño homenaje a los que remaron la gabarra en la noche para que los siguientes pudiéramos abordar el crucero y disfrutar del paraíso de la investigación al amanecer.
Eran tiempos en la que la Universidad había pocos recursos y ni siquiera se concebía que se pudieran pedir más, en el que los profesores se entregaban con el afán de que los siguientes, nosotros en aquel momento, tuviéramos la mejor formación.
Ya no tendremos oportunidad de mantener la última conversación con ellos. No podremos comentar lo que han sido las transformaciones que ha vivido nuestras universidades y, en general, nuestro Sistema Vasco de Ciencia y Tecnología, entonces inexistente. Pero estoy seguro de que, de poder hacerlo, sería una conversación fraternal, en la que tendríamos oportunidad de rememorar aquel tiempo en que todos éramos aún jóvenes y de sentirnos satisfechos de los frutos que sus esfuerzos docentes dieron, sin duda inimaginables entonces. La realidad de hoy, con una buena colección de vascos en la élite de la matemática mundial, un tejido vasco académico vasco mucho más potente, unas matemáticas nuevas, que reflejan el momento crítico que vive el mundo, en el que hemos pasado del paradigma de las formas en movimiento, de las olas, y el viento, al de los datos, las imágenes y los píxeles, nos habría parecido entonces pura ciencia ficción.
Sin duda, en esa conversación habríamos dejado para la siguiente el hablar de lo que se podría haber hecho mejor. Pero tampoco habrá ocasión para ese segundo encuentro.
Lo que aquí decimos sobre nuestros profesores de Matemáticas de Leioa, también valdría para los de Física, de Química, de Biología, de Geología, y de cualquier otra disciplina, y, cómo no, del Euskera Científico, en una época en que la euskaldunización de la universidad no era más que un sueño. Valdría también para quienes estudiaron en Deusto y para esas generaciones que en las diversas universidades del Estado se encontraron frente a frente, repartiendo los roles profesor-alumno.
En la época éramos infinitamente jóvenes y comíamos el bocadillo del mediodía en una de las plataformas voladizas del campus, hoy ya inexistentes tras las necesarias reformas de una arquitectura y construcción inicial discutibles. Solíamos ver pasar al rector, que solía salir tarde de su despacho para ir a almorzar rápido, siempre pensativo. Era y es Goyo Monreal, político y jurista, que muchos años más tarde tuve oportunidad de reencontrar, como en un flash-back, en la Academia Vasca Jakiunde.
Nuestras universidades han cambiado mucho desde entonces, pero el reto sigue siendo el mismo: una búsqueda de excelencia por parte del profesorado con el objetivo principal de ofrecer a las nuevas generaciones la mejor formación. Todo lo demás viene por añadidura, de manera espontánea y natural, en un sistema universitario cambiante, en el que pueden alterarse las leyes, los responsables, y la financiación, que puede ser bueno o regular, que incluso puede llegar a ser injusto y herirse a sí mismo, pero en el que nunca se podrá pervertir el fin último, el de formar a las nuevas generaciones, para que nos superen.
En aquella época de estudiantes no podíamos imaginar que la vida resultaría demasiado corta. Hoy que constatamos la prematura ausencia de algunos de nuestros mejores profesores de entonces, no podemos seguir ignorándolo.
La mítica canción de Mikel Laboa Gogo eta gorputzaren zilbor hesteak: bi kate (Cordón umbilical del cuerpo y del alma: dos cadenas) habla del momento en el que los hijos, en la juventud, cortan el segundo cordón umbilical invisible, para desarrollar su propia personalidad. Fue fácil con estos profesores que nos dieron todo lo que sabían, sin nunca pedir nada.
Goian beude.