LA polémica de los lazos amarillos ha sacudido la mortecina actividad política de precampaña. Un debate estéril y cansino. En Euskadi sabemos de eso. Me dirán que no es lo mismo -y no lo es- pero aquí también hubo su polémica de los lazos (azules, en este caso) y pancartas (Bakea behar dugu) que colgaban en las fachadas de las instituciones vascas. También en periodos electorales, por cierto. Y habría que recordar a algunos que ha habido intentos (por ejemplo desde el PP) de resucitar ese símbolo de la lucha contra ETA y en favor de la libertad de los secuestrados, como en 2007, por cierto a dos meses y medio de unas elecciones con el objetivo de afear al Gobierno de Zapatero la puesta en libertad de un preso gravemente enfermo. Y ahora se llaman andanas.

La polémica de los lazos amarillos es recurrente y adquiere picos de notoriedad a gusto de sus detractores. La cuestión que está encima de la mesa es una reproducción a escala de todo el procés. A saber: la soberanía, el derecho a decidir sobre las instituciones propias, la extraña controversia sobre la preeminencia de la ley y el sometimiento de todas las instituciones y sus representantes a la legalidad vigente o la primacía de la democracia y la voluntad popular, la obediencia al poder judicial y su interpretación de la ley... Nada nuevo bajo el sol, salvo -es justo reconocerlo- la imaginación y agudeza sobre cómo sortear los requerimientos, cómo poner lazos blancos en lugar de amarillos, y la contundencia de la respuesta de la Junta Electoral enviando a Quim Torra a la Fiscalía y ordenando a los Mossos que retiren todos los símbolos.

Pero, sobre todo, este gran lío con los lazos y las esteladas viene a revelar que son el símbolo de una extraordinaria anomalía, de una situación de excepción que se está viviendo en Catalunya y en cuyo tenso clima se van a desarrollar las elecciones generales y luego las municipales y europeas. Con candidatos en prisión y en el exilio. Con un juicio a los líderes -muchos, también candidatos- independentistas, con su retahíla de declaraciones de testigos de más que cuestionable neutralidad y un acusador que representa a un partido que concurre a las elecciones frente a quienes están en el banquillo y a los que acusa de violencia mientras propaga que se puedan portar armas, recluta militares franquistas, ficha a negacionistas y se ríe de la ley de memoria y de las víctimas.

Nadie está libre de culpa. La caza a lazo es una actividad de furtivos, tan ilegal como lucrativa para los desalmados que la utilizan. Tan cruel como efectiva.

No es de extrañar, pues, que en esta asfixiante atmósfera en Catalunya, todo gire en torno a Catalunya, incluso los comicios europeos. Imposible sustraerse a esa realidad. De ahí que la coalición del PDeCAT con el PNV fuese un imposible, aún más con la actitud de Carles Puigdemont, que tampoco le hace ascos a la caza a lazo. Habrá mas, muchos más, microchoques de trenes.