LOS expertos en fútbol saben que el combinado de once jugadores permite muchas configuraciones. Es ¿obligado? que haya un portero, pero restan otros diez a repartir sobre el terreno de juego en las tres líneas: defensiva, central y de ataque. En principio, podrían hacerse tantos repartos como posibles combinaciones aditivas hay de diez en tres factores, pero en la práctica las opciones son muchas menos. Nadie jugaría, por ejemplo, con menos de tres defensas, pudiéndose llegar a cuatro o cinco, por el riesgo de dejar al portero desprotegido. Quedarían, por tanto, aún de cinco a siete jugadores a distribuir en la línea media y la delantera.

Como es bien sabido, el fútbol ha llegado a ocupar un espacio enorme en nuestra vida cotidiana, justificado para unos, excesivo para otros. Sin embargo, de niños, la pelota a mano era el deporte rey en el patio de la escuela. Durante el recreo nos juntábamos en el frontón con los profesores que se animaban y jugábamos un macropartido por eliminación. Empezábamos todos y quienes iban fallando salían de la cancha hasta que la final se dirimía, mano a mano, entre los dos últimos. Ganar era un gran honor que daba derecho a hacer el saque en la siguiente partida.

Ambos deportes y juegos tienen en común que, aunque en principio han de jugarse de manera estructurada y organizada, pueden también desarrollarse en casi cualquier circunstancia. Se puede, por ejemplo, si los padres lo permiten, jugar a la pelota en el salón de casa con una bola hecha de gomas y lana. Y cualquier plaza o campa sirve de terreno de juego para improvisar un partido de fútbol.

Estos deportes reflejan la multitud de maneras en que los individuos en sociedad podemos organizarnos, a solas (cada vez más gente vive sola), en parejas, en ciudades, en países e incluso en esa gran tribu de siete mil millones llamada humanidad. Y puede hacerse de manera premeditadamente ordenada o, simplemente, dejando que la estructura emerja de manera espontánea.

En los últimos años han aflorado nuevos escenarios sociopolíticos inesperados años atrás, del mismo modo que surgen islas y atolones en medio del océano fruto de la actividad, violenta a veces, del fondo marino.

En paralelo, asistimos, un tanto atónitos, a nuestra incapacidad de influir en el destino de nuestros países. Pero, como explicaba una reciente viñeta de El Roto, el impulso inicial que empujaba a muchos a las diversas incipientes revoluciones se ha visto con frecuencia ahogado en un festival inesperado con el que la muchedumbre se ha encontrado en el camino. Hoy, muchos, en el Magreb sin ir más lejos, se echan las manos en la cabeza al ver que algunas de las revoluciones de la Primavera Árabe tan prometedoras acabaron trayendo, en particular, menos derechos para la mujer.

En el Estado español vivimos también nuestras propias erupciones y una paulatina metamorfosis inesperada e imparable. Hasta hace poco creíamos que la Transición nos había llevado a un punto de equilibrio en el que el bipartidismo, propio de otras democracias más maduras, complementado por la acción de algunos partidos satélite de menor dimensión, ya fuesen de izquierda, regionalistas o nacionalistas periféricos, sería el modo en que decidiríamos el color de los sucesivos gobiernos. Y así fue casi durante cuarenta años en los que los de la bancada azul y roja, en efecto, se alternaron.

Eso sí, la alternancia en España nunca ha sido low cost y casi siempre ha pasado por el previo degüello del presidente saliente, algo tan innecesario y poco elegante como, al parecer, inevitable.

Pero los últimos datos indican que, del mismo modo que en el fútbol la organización del once permite muchas combinaciones distintas, la política ha pasado de la tradicional estructura del 1-1, de la derecha versus la izquierda, a una liga en la que participan hasta cinco partidos que, a nivel de todo el Estado, aspiran a tener una importante representación parlamentaria. El modo en que ese arco parlamentario de cinco se organizará y el puesto y espacio que cada partido vaya a ocupar es una cuestión que en estos momentos moviliza a los diversos líderes.

Sin duda, una de las alineaciones más factibles y deseadas es la del 2-1-2, en la que un partido ocuparía el centro, dejando a cada lado, derecha e izquierda, a otros dos.

Ocupar el centro es una carrera muy difícil de correr, una partida muy complicada de jugar. No existe una definición clara de dónde se ubica, ni siquiera de lo que realmente es, por lo que su búsqueda se realiza de manera proactiva, forjando cada día un nuevo discurso que ha de tener en cuenta los criterios y preocupaciones sociales más relevantes y tratando de elegir en cada uno de ellos ese ansiado punto central, neutro, al igual que al retocar una fotografía en el ordenador elegimos su luz, color o temperatura.

El partido que consiga ocupar ese centro habrá ganado una batalla clave, pues desde él podrá inspirar con fuerza para hincharse, ensanchar su espacio, ampliar su suelo de votos, y erigirse en la fuerza parlamentaria más poderosa.

Todo parece indicar que de cara al nuevo parlamento que se elegirá en Madrid durante este año o el siguiente la carrera está muy abierta. Se trata de una cuestión a la que la mayoría de los ciudadanos no prestamos especial atención pues cada uno estamos a lo nuestro. Pero el inconsciente individual y colectivo trabaja sin descanso y cada acción de los diversos partidos, cada alianza y decisión, cada éxito y fracaso, cada discurso y contradicción, van retocando de manera casi invisible pero definitiva el posicionamiento de cada partido.

No todos aspiran al centro. Como en el fútbol, hay jugadores que se sienten cómodos en la banda, lo cual no les impide encarar la portería, subiendo al centro para marcar. Es, pues, teóricamente posible, también en política, situarse en uno de los dos extremos y ganar suficiente fuerza como para influir de manera decisiva, sin excluir que la jugada, de carambola, permita incluso alcanzar el gobierno.

El debate será intenso, con un gran número de parámetros en juego, incluidos los derechos laborales, pensiones y jubilaciones y políticas y cuestiones sociales tan relevantes como la igualdad, multiculturalidad e inmigración.

En el día a día todo parece reducirse al cuerpo a cuerpo de cada microbatalla. Pero los estrategas saben que la alineación final se decide en el horizonte y hay pocas dudas de que la clave será quién ostentará el honor de ocupar la posición del 1 en el 2-1-2.

Hay, sin embargo, otra cuestión subsidiaria no menor. Predeterminados los agentes que ocuparán los dos extremos por vocación propia, los tres partidos restantes no sólo tendrán que luchar por ocupar la posición central sino también, en caso de no conseguirlo y ser destinados a una de las posiciones laterales, velar por un espacio suficiente para desarrollar su futuro juego. En efecto, si tanto los extremos como el central fuesen ambiciosos y eficaces en su juego, podría darse la circunstancia de que en los laterales hubiese demasiado poco oxígeno y masa de votantes como para sustentar a partidos que en el pasado se repartieron el protagonismo casi al 50%.

Es bien sabido que es muy difícil predecir el futuro y que el mundo está lleno de analistas expertos que pronostican el pasado, leyendo e interpretando los datos de lo ocurrido. Pero, sin duda, sería bueno que imperase la deportividad, como en la pelota y en el fútbol, que el juego fuese limpio, que los jugadores tuviesen un comportamiento ejemplar, que no abusasen de las entradas violentas, que aceptasen que no vale ir a por la pierna cuando se escapa la pelota, pues entonces estaríamos cultivando valores, las semillas que tendrán que florecer más adelante sea cuál sea el color del gobernante.

Alguno se preguntará cómo podemos estar hablando de todo esto mientras la liga de fútbol de esta temporada se presenta sumamente complicada. Tienen razón. Apuesto a que todos los equipos vascos acabarán la liga de fútbol en la mitad de arriba de la tabla.