CADA ámbito del saber permite más de una definición. Podría decirse, por ejemplo, que la Historia consiste en la narración del recorrido de la Humanidad por el laberinto por el que ha transitado desde la aparición de nuestra especie. Pero, si así fuera, la Historia sería un proyecto imposible.

De hecho, un solo día de nuestra era, con las acciones de cada uno de los siete mil millones de habitantes que poblamos el Planeta Tierra, junto con la infinidad de eventos naturales, sería, a todas luces, imposible de narrar.

Ni siquiera la memoria de un solo humano puede recordar cada impulso neuronal, las circunstancias de cada latido del corazón, cada emoción, cada sueño y pesadilla.

Pero, a pesar de todo ello, la Historia existe como una de las disciplinas que nos hace más humanos. La de historiador es de hecho una de las profesiones más apasionantes, que no es lo mismo que la de cuentacuentos, que lo es también.

¿Puede haber una sola Historia? Posiblemente no; y no solo por la existencia de diversas ramas de especialización de esta noble y rica disciplina, sino por el mero hecho de que es imposible narrar de manera exhaustiva el periplo de la Humanidad. Sería, además, innecesario.

Sabemos que muchos de los procesos de la naturaleza son irreversibles. Lo es el de la vida misma, que nos conduce inexorablemente del nacimiento a la muerte. Y si la propia vida que nos da temporalmente una ínfima fracción de protagonismo en la Historia es irreversible, como consecuencia de ello, todo lo demás lo es también.

Pero, con frecuencia, nos sentimos obligados a hacer memoria, ya sea de forma individual o colectiva. Es cuando descubrimos que el pasado es escurridizo y que está envuelto en tinieblas. Es materialmente imposible desandar hacia atrás el camino que nos condujo hasta aquí. Podemos intentarlo, pero será un esfuerzo inútil; nunca conseguiremos volver a separar el azúcar del café, por mucho que hagamos girar la cucharilla en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Con el paso del tiempo se van perdiendo detalles y textura. Tal vez por eso, a medida que maduramos, que envejecemos, una vida cada vez más larga y llena de experiencias, se va resumiendo, paradójicamente, en cada vez menos pasajes.

Es el principio que hoy inspira a la nueva Ciencia de los Datos, el Big Data, fusión de las Matemáticas y su discípulo más aventajado, la Informática: la información se organiza en clústeres, en conglomerados y, a partir de unos pocos, se puede obtener una aproximación muy fiable del conjunto. La gran cuestión, de dificultad endiablada, es identificar cuáles son los distinguidos portadores de la mayor carga de información y, posteriormente, a partir de ellos, extraer la foto global.

Uno de los riesgos más grandes para el narrador es la manipulación, consciente o no, de los datos. Cada día tenemos nuevos ejemplos. Algunos cercanos, otros más remotos.

Se mata a un periodista, a veces con una crueldad de película, y quienes lo hacen olvidan que asesinar a su portador es la mejor forma de legitimar y poner altavoces al mensaje. Se repite así el episodio cumbre de la tradición cristiana en el que Jesucristo muere en la cruz tras la envidiosa traición de alguno de los suyos y víctima de los poderosos, no dispuestos a permitir que un joven con sandalias despertara a su pueblo. Su corazón fue atravesado con una lanza, atado, indefenso, en una cruz que él mismo tuvo que portar hasta lo más alto del Calvario, para amplificar al máximo la humillación y el sufrimiento.

Se manipulan las redes sociales inyectando paquetes de información viral falsos de diseño para influir en procesos decisorios clave, lo cual acabará contribuyendo a que emerja una conciencia global sobre el peligro que entrañan los intoxicadores de la verdad, que nos unirá más como especie.

En el pasado reciente se cometió el error de prohibir no solo una sino muchas lenguas, lo que contribuyó a que algunas de ellas se convirtieran en vigorosos tesoros. La nuestra comenzó a resurgir con textos como Batasunaren Kutxa, el baúl de la unidad, que ya solo con su título marcó un nuevo tiempo y señaló el camino.

Nunca dejaremos de caer en esas dos trampas. La de matar al mensajero y su lengua, la de pervertir el mensaje.

Pero, ¿qué queremos? ¿Construir el futuro o reescribir la Historia? Los más ambiciosos dirán que ambos proyectos son compatibles, que han de ser desarrollados en paralelo. Y suena tentador, en efecto, pues reescribir el pasado puede parecer el mejor modo de comenzar a construir el nuevo futuro. Pero, ya lo advirtió Stephen Hawkings. “No podemos excluir que un día podamos viajar al pasado. Pero de ser así, habrá que desarrollar una nueva legislación que impida que los hijos maten a sus progenitores antes de nacer”. Es decir, si decidimos reescribir la Historia debemos ser rigurosos y hacerlo de modo que esta no sea incompatible con nuestro presente.

De ahí que la profesión de historiador sea, como la del arqueólogo, una de las más difíciles, pues no se trata solo de montar una reconstrucción creíble del pasado, sino de hacerlo de modo que sea compatible con la realidad actual.

¿El paso del tiempo ayuda o dificulta que escribamos la Historia?

No hay respuesta a esa difícil pregunta. El tiempo contribuye a promediar, a atemperar, pero también hace que se pierdan detalles relevantes, indispensables para explicar el caprichoso devenir en un proceso dinámico complejo y con frecuencia caótico.

Estos días hemos sido testigos de la polémica suscitada por los vídeos empleados en nuestras escuelas sobre las décadas de violencia vividas en Euskadi. Poco antes se producía el debate sobre la conveniencia o no de desplazar los restos de Franco desde un mausoleo que pocos visitan para acabar, tal vez, paradójicamente, en un lugar más visible.

El tiempo pasa y parece que, lejos de ser más fácil hacer una interpretación compartida de un pasado relativamente reciente, la tarea se va haciendo cada vez más cuesta arriba. ¿Por qué?

Tal vez habría que dejar que pasase más tiempo aún para que el acuerdo y consenso sobre lo pretérito fuese más fácil.

Pero tampoco está claro que así sea, pues con el paso del tiempo se va perdiendo información de contexto. Sin ir más lejos, solo los que vivieron la guerra, la posguerra, el resquebrajamiento de la dictadura, o la transición, saben que el aire que se respiraba entonces era distinto al de ahora y que, por tanto, resulta imposible explicar hoy lo que ocurrió entonces a la vez que resulta inevitable que, en cualquier matiz, unos vean la intención de justificar lo inaceptable.

Puede que el paso del tiempo ayude, sí, pero, ¿cuánto habrá de transcurrir?

Mucho tal vez. Hoy, probablemente, tampoco nos pondríamos de acuerdo sobre el descubrimiento de América. Lo que aquello supuso para la comunidad indígena posiblemente estableciera una barrera infranqueable entre quienes lo considerarían una proeza histórica y quienes hablarían de genocidio. ¿Y si la cuestión girase sobre la expulsión de judíos y musulmanes de la península? Sería fácil de argumentar, por ejemplo, que, de no haberse producido, tal vez hoy tendríamos más Premios Nobel españoles, o que no estaríamos inmersos en una guerra de civilizaciones interminable.

La Historia está llena de nudos, imposibles de desenredar, fruto exclusivo de los instintos humanos más primarios.

Los Pitagóricos en la Antigua Grecia montaron su escuela con el fin de cuantificar toda la Naturaleza con los números naturales, 4, -3, 7, -18, o con las fracciones, los números, racionales, 4/5, -9/11. Pronto se dieron cuenta de que la diagonal del cuadrado o la longitud de la circunferencia encerraban el sacrilegio de los números prohibidos, los irracionales. Su proyecto aún sigue inacabado dos mil quinientos años más tarde. A veces se necesita mucho más tiempo del estimado para alcanzar los objetivos.

Es legítimo intentar escribir la Historia, pero siendo conscientes de que cada borrador está condenado a la papelera para dar paso a una versión más veraz, en un proceso infinito de aproximación.

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