COMO es natural, Garbiñe Muguruza está en boca de todos tras su rotundo triunfo ante la estadounidense Venus Williams. Ganar Wimbledon da categoría, y Garbiñe, con esa planta bizarra que tiene, impregnó de glamur al elegante All England Club de Londres. Aunque estaba realizando un torneo sublime, reconozco que en día tan señalado me pudo la desconfianza: seguro que le pasa algo, pensé; que se escapa otra vez por los cerros de Úbeda a la menor contingencia y tira el partido. Porque Garbiñe es capaz de jugar al tenis de forma magistral, como demostró dos años atrás ganando Roland Garros y el sábado en el selecto All England Club, y también de exasperar al más templado con su provervial desidia.
Sobre Garbiñe tenía clavada la mirada Conchita Martínez, una mujer de mucho carácter, y me parece la asesoría de la maña ha tenido bastante que ver en la luminosa victoria. O sea, que la ausencia de su entrenador, el francés Sam Sumyk, que estaba en su casa de Malibú (California) esperando el nacimiento de su hijo, ha sido una bendición para Garbiñe. Pero Conchita advierte que no seguirá en el equipo técnico de la caraqueña, salvo en comisión de auxilio, como ha ocurrido en Wimbledon.
Resulta que la extenista oscense ya ganó en la catedral la final de 1994 con la legendaria Martina Navratilova de contrincante. Y resulta también que ese mismo año la campeona checa recibía el Príncipe de Asturias al Deporte por varias razones: su enorme categoría, su labor humanitaria; su condición de mujer lesbiana y reivindicativa. Sucede que también estaban nominados al premio una candidatura conjunta formada por la propia Conchita, Sergio Bruguera y Arantxa Sánchez Vicario, y se quedaron a dos velas.
Arantxa, que alardeaba de españolidad luciendo aquellas muñequeras rojigualdas, reaccionó mostrandose desairada, aunque cuatro años más tarde le fue concedido el galardón a modo de reparación. Cinco años después la españolísima Arantxa fue condenada en firme a pagar 5,2 millones de euros por fraude fiscal, pues en lo concerniente a la Hacienda ella era de Andorra, y de toda la vida.
Garbiñe, en cambio, reside en Ginebra desde el pasado año, casualmente coincidiendo con el título de Roland Garros, o la fama y ricos contratos publicitarios que llegaron por añadidura. Pero, ¡ojo! con pensar mal. Garbiñe vive allí... Como decirlo, no por asuntos tributarios, sino por un tema de mera intendencia: Sam, su preparador, el ilustre ausente de Wimbledon a Dios gracias, tiene familia en Suiza , lo cual le viene bien, y ella infraestructura puntera para afinar su juego, como hacen Roger Federer o Wawrinka. Claro que en Barcelona, donde tenía su anterior domicilio, tampoco está nada mal para la práctica del tenis.
Pero a diferencia de Arantxa, Muguruza no españolea más de la cuenta. En cierto modo Garbiñe es universal. Vino a la vida en Caracas, tiene también nacionalidad venezolana, reside en Suiza y desde luego su evidente ascendencia vasca hace que sea uno de los nuestros.
La felicitó el lehendakari Iñigo Urkullu, pero también Mariano Rajoy o Felipe VI; y por descontado su padre, el rey emérito Juan Carlos I el Vividor, que no se pierde una, y ahí estaba, en primera fila del Royal Box, jaleando a Garbiñe junto a Isabel García Tejerina, la ministra de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente que debe gustarle el tenis (o figurar), pues ya estuvo en París fardando de palco junto al rey emérito la tarde en la que Rafa Nadal logró conquistar su décimo torneo de Roland Garros.
La felicitó hasta el mismísimo Julio Iglesias, no se sabe si en su condición de ciudadano de Miami o madrileño fetén con impronta gallega. Y sin embargo Nicolás Maduro no le dijo nada, y mira que le gusta deshacerse en verborreas al prócer venezolano. Me temo que desde que Garbiñe se decantó deportivamente por España abjurando de la revolución bolivariana, Maduro no está para este tipo de chaveteos, y menos ahora... (A todo esto, ¿la campeona de Wimbledon entraría en los parámetros de Urrutia para poder jugar en el Athletic?).