TERMINADO el partido, Ernesto Valverde se declaró abiertamente culé. Que no se me entienda mal. Como es natural, el técnico del Athletic se tuvo que posicionar cuestionado por la grey periodística ante la inminente final de Copa y afirmó: “queremos que gane el Barcelona, lógicamente”. Lo dijo sin ambages, lo cual no quiere decir que desee una victoria azulgrana porque éste pueda ser su próximo destino, como se asegura por ahí, sino porque le gustaría que la tropa rojiblanca se clasificase para la Europa League, aunque sea por la vía de servicio, y sufriendo dos eliminatorias previas a modo de purgatorio por hacer el huevón en el tramo final de la temporada, justo cuando hay que demostrar la valía.
Lo sucedido en el partido de ayer se venía venir, para qué nos vamos a engañar. La pérdida del rumbo se produjo en los dos partidos anteriores, ante el Alavés y el Leganés, cuyos jugadores mostraron más coraje y entusiasmo, y de eso se trata cuando se tienen aspiraciones y el fervor de una hinchada ilusionada.
Así que Valverde quiere que pierda el Alavés, válgame el cielo, aunque a lo mejor no es por inquina hacia los ilustres vecinos, sino porque ya se encuentra en situación de pensar más en sus futuros intereses. O sea, que quiere que su equipo se lleve a la boca un título, aunque me parece que con esta hipótesis estoy insinuando algo, y no está bien dar pábulo a las especulaciones.
Después de comprobar las muchísimas dificultades que anoche tuvo el Barça para doblegar al recio Eibar (ese árbitro rumboso, capaz de ver penaltis donde no los hay) sería conveniente que Txingurri ponga también un par de velas a la Virgen, que nunca se sabe, o por si acaso tienen algo de enjundia dichas conjeturas.
En definitiva, ¿será cierto que Valverde se marcha del Athletic? Y, de ser así, ¿cuál puede ser su próximo destino? ¿y qué le empuja? ¿Es por desamor? ¿Un fin de ciclo? ¿o quizá le mueve la pasta gansa y anhelos de gloria, aspectos ambos comprensibles, por muy humanos?
Resulta que después de meses de torearnos con el asunto y concluida la temporada, es decir, llegado el momento de confesar lo inconfesable, ahora nos viene Valverde con el cuento de que tampoco toca, que está a expensas de lo que el poderoso Community Manager del club mande y disponga.
Me da la impresión de que la cadenciosa y lánguida despedida de Valverde ha terminado por contaminar al equipo, que también se ha ido desmoronando cadenciosa y lánguidamente, llegando a su cenit ayer, en el día de la verdad, cuando se necesitaba un Calderonazo de aúpa, uno de esos golpes de eficacia que quedan para la historia y llenan de gozo al personal. Bien al contrario, se pudo ver a un Athletic absolutamente inofensivo, sin la más mínima imaginación y cometiendo errores defensivos de bulto para más gloria del Niño Torres. Porque, ¿qué mejor epitafio se podía escribir en el Vicente Calderón? La dulce victoria macerada por uno de sus futbolistas más emblemáticos y frente al equipo matriz, el Athletic bienaventurado. Hay que ponderar en lo que se merece la contribución de Valverde en la fiesta pagana. Si por un lado sacó a sus fieras desbravadas, luego tuvo incluso el detalle de relevar a Raúl García por Susaeta en el minuto 54 en un guiño cómplice, pues sabía de la ovación que le aguardaba al mozo navarro, que también dejó su impronta en el Atlético. Si alguien podía marcar un gol, aunque fuera de casualidad, ese podía ser Raúl.
En cambio no tuvo la misma delicadeza con Ander Iturraspe. Para una vez que le pone de titular le quitó sin contemplaciones en el descanso. Hombre. Se sabe que el muchacho no es santo de su devoción, pero podía disimularlo un poco, porque el partido estaba abocado irremediablemente a la derrota. El jugador se merece una pizca de consideración en aras de su dignidad y, al fin y al cabo, dentro de unos días si te he visto ni me acuerdo. ¿O no?
Entre la chufla que se traían los madrileños al amparo de su abúlico rival, ni los ecos de Vigo trajeron la buena nueva. Empató la Real, el Athletic quiere que pierda el Alavés y Valverde se aleja como difuminado. Con la rara sensación de que tampoco se le echará de menos.