En Boulogne-sur-Mer se respira el aire de salitre que emana desde el Canal de la Mancha. Es una ciudad de mar, donde se acoda el puerto pesquero más importante de Francia.
Allí palpita su corazón, al ritmo de las mareas, con la cadencia de las olas, a veces furiosos y bravas como las tormentas y otra veces dirigidas por la ternura de las caricias y la calma. En la acuarela del viento se mezcla el salitre y el sudor.
A su corazón se llega entre olas de asfalto, con los repechos de Haut Pichot (1,1 km al 9,9%) Saint-Étienne-au-Mont (1,1km al 9,4%) y la cota d’Outreau (800 metros al 8%). Toboganes maravillosos en un día dibujado con el lápiz de las clásicas que rompía a un beso del mar.
Lo conquistó Van der Poel, un tsunami incontenible. El neerlandés empuño la gloria en un esprint agónico por delante de Pogacar y Vingegaard. Fue un final electrizante, categórico, hiperbólico. Chocaron las estrellas en el universo del Tour, el Sol del ciclismo.
Es un Big-bang el amanecer de la Grande Boucle, que se asemeja un ocaso por el impacto, por la onda expansiva que generó la colisión, que parece invocar a la extinción, al ocaso.
El neerlandés festejó la victoria golpeando con rabia el cielo para regalarse el amarillo, que recogió de su colega Jasper Philipsen, trastabillado en los muros. Por el otro amarillo, el que tapiza el trono de París, se retaron Pogacar y Vingegaard.
El esloveno y el danés, son segundo y tercero, respectivamente en la general. Les separan dos segundos. Otra vez peleando en su esgrima infinita, en su duelo sin parangón desde que se reconocieran en 2021. La rivalidad continúa intacta. Una bendición para la carrera.
El campeón del Mundo superó al danés, su némesis, en el esprint. Ambos honran la competición hasta la extenuación, alimentados por su devoción por la victoria. El Tour vibra con el peritaje entre ambos, otra vez enzarzados en una discusión por el laurel de la carrera más grande.
El segundo día, el Tour les expuso en rampas duras, cortas y de mirada aviesa que Pogacar subió sentado, con ese estilo suyo de paseante, sin mueca de incomodidad. Vingegaard cimbreó la bici en las aceleraciones para emparejarse con el esloveno, al que respeta pero no teme. El danés repitió pose y se mostró valiente, agresivo y ambicioso.
Es el método para tratar de laminar al esloveno. Midió a Pogacar en el entrelazado de los muros antes de que asomara Boulogne-sur-Mer y un final estupendo, emocionante y volcánico que enmarcó la pose victoriosa de Van der Poel.
Enemigos íntimos
La bestia neerlandesa tuvo que recuperar el resuello en el suelo tras llenar el paladar de ácido láctico. Después de dar bocados de oxígeno, de llenar los pulmones de vida, posó en el podio con un amarillo al que aspiran sin disimulo Pogacar y Vingegaard, retratados en el mismo fotograma. El suyo es un vis a vis. Un encuentro en la intimidad repleto de pasajes formidables. Una historia de amor por el Tour.
Peter Sagan, tres veces campeón del Mundo, epítome del ciclismo descarado, ocioso y excelso, se anunció en esas calles de Boulogne-sur-Mer en 2012, donde simuló una coreografía para anunciar su modo de correr. Van der Poel y Pogacar son herederos de esa manera de presentar el ciclismo.
Aunque pizpiretos y juguetones, son impactantes como lo fue Sagan, la estrella que acercó a muchos al espectáculo. El esloveno le restó solemnidad al andar en bicicleta, un juego de la infancia, de la búsqueda de la libertad y el juego.
El eslovaco fue la luminaria que divulgó el ciclismo desde la diversión. Además de un excelso ciclista, Sagan fue un front man estupendo que entendió que el show podía convivir entre relatos de épica, gloria y drama sin necesidad de agonizar en una narrativa que dejaba atrás la huida de la miseria y el hambre a través del ciclismo.
Sagan fue un revolucionario y un adelantado a su tiempo. Fijó los parámetros del nuevo ciclismo, alejada su figura de la de un simple sufridor de la ruta de gesto adusto y tallado con el cincel de la seriedad.
Abrió las puertas a un espectáculo propio de las luces de neón de Las Vegas o de los rutilantes carteles de Broadway. No existe paseo de las estrellas con más brillo que el Tour. En el cartel alumbraron Van der Poel, Pogacar y Vingegaard.
Tour de Francia
Segunda etapa
1. Mathieu van der Poel (Alpencin) 4h45:41
2. Tadej Pogacar (UAE) m.t.
3. Jonas Vingegaard (Visma) m.t.
4. Romain Grégoire (Groupama) m.t.
5. Julian Alaphilippe (Tudor) m.t.
6. Oscar Onley (Picnic) m.t.
7. Aurélien Paret-Peintre (Decathlon) m.t.
8. Kévin Vauquelin (Arkéa) m.t.
60. Alex Aranburu (Cofidis) a 2:33
97. Ion Izagirre (Cofidis) a 5:03
General
1. M. Van der Poel (Alpencin) 8h38:42
2. Tadej Pogacar (UAE) a 4’’
3. Jonas Vingegaard (Visma) a 6’’
4. Kévin Vauquelin (Arkéa) a 10’’
5. Matteo Jorgenson (Visma) m.t.
6. Enric Mas (Movistar) m.t.
7. Jasper Philipsen (Alpecin) a 31’’
8. Joseph Blackmore (Israel) a 41’’
51. Alex Aranburu (Cofidis) a 3:22
91. Ion Izagirre (Cofidis) a 7:27
Lluvia para empezar
La lluvia ametralló el Tour, que elevó el nivel de estrés, abrigado el pelotón con la solemnidad y el rictus de los funerales. Los chubasqueros negros de la tristeza y los rostros de la melancolía se agruparon buscando el tacto de la ternura y de la comprensión.
Llovía y el suelo de espejo reflejaba preocupación y zozobra. Se tensó aún más la carrera que es piel de tambor, que soporta redobles y contiene la respiración cuando la velocidad es mayor por el miedo.
La incertidumbre tiende a colaborar con el pánico. En ese hábitat brotó la fuga de Fedorov, Leknessund, Armirail y Van Moer, que agarraron el petate de la insolencia y el estandarte de la esperanza para apartar la cortina de agua que todo lo empapaba, hasta los adentros.
El cielo, repleto de nubes ventrudas, tiznado de gris marengo, descargaba sus lloros sobre los ciclistas, plañideras de sí mismos, encorvados bajo el manto de la tristeza y el temor de las caídas.
La lluvia fijó la hoja de ruta hasta que el sol de ojos entrecerrados, de duermevela, tímido, esquivo y huidizo, fue quitándole drama a la escena. El refugio de la ropa de agua dejó de tener sentido, como las chaquetas de entretiempo, indefinidas, de tránsito, que no son ni una cosa ni la otra, pero que decoran bien el ser o no ser. Caminaban los fugados con el ímpetu que corresponde cuando se toman esas decisiones irrevocables.
De regreso a la manga corta, un suspiro de relajación se fijó en la arquitectura del pelotón, que jadeaba velocidad, ordenado en el ábaco que forman los equipos, algunos de estreno sus colores en el mayor escaparate del mundo, la boutique del Tour, que abraza la alta costura.
No hay temporada de rebajas, ni ofertas y menos aún gangas. La fuga apenas adquirió una renta de más de dos minutos, siempre controlada por el amarillo de Jasper Philipsen en el Alpecin, donde cohabita Van der Poel.
Juego de tronos
El neerlandés vislumbraba con gozo la posibilidad de vestir como su compañero en un futuro cercano. Devorada la fuga, en la cota de Haut Pichot, creció el empuje y el caballaje. Hombrearon el Visma, con Van Aert, y el UAE, con Wellens. Se retan ambas escuadras en cada pellizco del recorrido.
Cargados de energía se midieron los dos equipos que soportan las figuras de Vingegaard y Pogacar, que no se conceden ni una brizna de aire. Soldados por el Tour, por la competitividad extrema. En la ascensión se sostuvo Philipsen y emergió Van der Poel. Ninguno de los favoritos perdió el paso.
Milan, desdichado, se quedó cortado en un enganchón. Eran los preparativos de la maniobra de aproximación a las dos cotas donde aguardaba el estallido. Un tratado de la locura. Una mecha de pólvora que corría endiablada conducía al polvorín. Fuego para cebar el incendio. Pirómanos.
El Tour era un frenopático. No hay camisa de fuerza capaz de sujetarlo, empeñados los mejores en el rompe y rasga. Desabrochados los favoritos, con Vingegaard y el campeón del Mundo mostrando el colmillo, el neerlandés se desató. Van der Poel embrida a Pogacar.