AL parecer, es la noticia de la semana. Años después de su inicio, tras un largo proceso judicial, político y mediático una vez descubierto por casualidad investigando el llamado caso Palma Arena, demostrada fechoría de la “administración modelo” que presenciaba el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy; el caso Nóos parecería llegar a su fin con la comunicación de la sentencia.

En el camino, al margen de la sentencia definitiva, la evidencia de una justicia lenta, mediatizada, no independiente y con múltiples episodios e interferencias ensanchando la sombra de una larguísima corrupción organizada. En este caso, desde las más altas instancias del Reino de España, gobiernos, empresas afines y personajes variopintos. Nóos no es un caso aislado. España está teñida (manchada) de una larga cadena de chapuzas que no pueden considerarse iniciativas aisladas sino, por el contrario, una cultura y una práctica ampliamente extendidas. A la herencia franquista consolidada en la transición y que perdura con nuevas formas, nombres y apellidos similares y “nuevos jugadores acompañantes del negro y sucio juego”, se añade la persistente tolerancia que se traduce en excusar a una Casa Real o el votar a un presidente presente en todo el periodo de sospechas y condenas y un largo etcétera que parecería imparable.

En paralelo (o en relación con?), América Latina se ve infectada de sur a norte por el fenómeno Odebrecht, mancha extendible de este emporio brasileño de la infraestructura y la construcción que parece haber contaminado todo tipo de países, gobiernos, empresas y medios de comunicación. No es sorprendente, por tanto, que en una conversación con un buen amigo empresario mexicano hace unos días este me dijera: “Pensábamos que la corrupción era un modelo cultural autóctono, pero hemos comprobado que nos llegó en barco en 1492 con el descubrimiento de América”.

El impacto económico Pues bien, si el fenómeno corrupto es absolutamente rechazable desde todo punto de vista moral, ético y penal, no lo es menos desde la óptica de su impacto en el desarrollo económico y bienestar de países y sociedades.

Datos aparte, un reciente informe sobre prospectiva y proyección de crecimiento y desarrollo económico con estimaciones a 2030 y 2050 -PwC: The long view. How will the global economic order change by 2050 (En qué medida cambiará el orden económico para 2050)-, además de comprobar, una vez más, el cambio en el ranking de las economías mundiales atendiendo al tamaño de su PIB; de observar cómo, salvo China, que conservará su primera posición, el resto de las 32 economías más grandes (con el 85% de la riqueza global acumulada), cambiarán posiciones; y cómo el “nuevo G-7” se convertirá en un nuevo bloque de países emergentes (Indonesia, México, India, Brasil, Rusia junto con China y un Estados Unidos perdiendo posiciones); constata también que solamente Alemania y el Reino Unido (considerando su configuración actual) aparecerían entre los doce primeros puestos (la España de hoy, por ejemplo, pasaría del lugar 16 al 26). Pero más allá del ranking, es de destacar que al profundizar en el análisis y preguntarse qué riesgos harían imposible el “éxito o mantenimiento” de un crecimiento y desarrollo positivo, a los factores propios de la innovación, la educación adecuada al propósito y el modelo de desarrollo, a la inclusividad de su crecimiento, la bondad de su gobernanza e institucionalización y a su capacidad de interacción con las economías mundiales y las diferentes cadenas de valor añadido, surge, como elemento esencial, la “erradicación de la corrupción”.

La corrupción no es solamente una carga mortífera para la ética, para la moral, o para la libre competencia, la confianza y credibilidad y apoyo democráticos y de gobernanza, o para el estímulo y la aceptación de las responsabilidades fiscales y los diferentes sistemas impositivos y tributarios o para la alta esencia de la cohesión e inclusión social. Influye, también, en la capacidad de inversión y generación de capital humano y físico, en el movimiento de la inversión interna y extranjera y, por supuesto, en la necesaria lucha contra la economía ilícita, tan extendida en el mundo.

El reto evidente Resulta evidente, tal y como recoge también el mencionado informe prospectivo, cómo todo país y gobierno, con independencia de su posición en el ranking, se enfrenta, de una u otra manera, a una serie de retos generales que han de adecuarse a su propia realidad de partida y propósito de futuro. Destaca, por supuesto, la necesidad de los gobiernos de diseñar políticas “amigables y eficientes” para la generación de contextos competitivos completos, facilitadores de la atracción de personas, talento, negocios e inversiones; así como la de su capacidad para integrarse en las vanguardias del conocimiento y del comercio internacional, abriendo sus mercados a libres movimientos de trabajo, capital, bienes, servicios y personas; también para mitigar las desigualdades y asegurar el reparto justo y equitativo de beneficios para todos y compartiendo el valor con toda la sociedad. Por no añadir el necesario éxito en su particular lucha contra el cambio climático, la insostenibilidad del medio ambiente y la reinvención de sociedades adecuadas a un inevitable envejecimiento.

Acometer estos retos exige instituciones fuertes, creíbles, fiables, capaces de abordar las reformas y políticas necesarias, compartidas, que la sociedad haga suyas, en procesos abiertos, transparentes, democráticos, de largo plazo. ¿Cómo podemos hacerlo sin el concurso de gobiernos, sociedades, personas comprometidas con culturas limpias, no tolerantes a cualquier tipo de corrupción, en democracias reales, sistemas de justicia independientes y capaces?

Podremos diseñar políticas y modelos económicos de negocio potentes y de éxito, podremos contar con los mejores sistemas educativos y podremos alcanzar la riqueza y la abundancia, pero si vienen contaminados de una lacra de corrupción, suficientemente extendida, hipotecaríamos cualquier opción de futuro.

Hoy es Nóos, es Gürtel, es Odebrecht en varios países (México, Perú, Panamá?) con el conglomerado brasileño “de negocios” poniendo en jaque a múltiples gobiernos, otrora triunfantes por el éxito de sus logros inversores, planes de infraestructuras y atracción de inversión extranjera. País a país, incluido España. ¿Mañana?

Más allá de un caso y de una sentencia, desgraciadamente, parecería una extensa mancha sistémica. Empecemos por resaltar una simple constatación: “?también en el éxito político y empresarial, así como en la vida personal, la ética sí importa y, finalmente, marca la diferencia”.

El liderazgo responsable En esta línea, un buen avance a generalizar a la totalidad del mundo de los negocios y, por supuesto, en relación con la cada vez mayor y más necesaria interacción público-privada, es una de las diez claves que la reciente Cumbre de Davos del World Economic Forum formalizó en el seno de su Consejo Empresarial. La llamada Declaración para un liderazgo responsable, en el marco de una hoja de ruta para un desarrollo sostenible de largo plazo. Dicha Declaración es parte de su compromiso con un cada vez mejor gobierno corporativo. La Declaración fue inicialmente suscrita por 280 presidentes y consejeros delegados de empresas de primer nivel internacional y recoge dos apartados significativos. El primero, de principios rectores del rol de las empresas para alinear sus objetivos a las demandas sociales, con vocación de largo plazo apostando por la prosperidad global sostenible -y no por beneficios financieros de corto plazo- y una profunda interacción con todos sus stakeholders (grupos de interés, gobiernos, trabajadores, sociedad, comunidad, proveedores, inversores, accionistas?) desde la transparencia, colaboración y participación real. El segundo, su compromiso individual como líderes empresariales para influir en sus consejos y órganos de gobierno y administración en el interés y logro de los objetivos y principios recogidos en el punto primero, promover la revisión actualizada de su gobierno corporativo con miras al mejor servicio a la sociedad generando valor, credibilidad y confianza, y actuar dentro del escrupuloso respeto a la legalidad, a la ética y buenas prácticas evitando cualquier atajo desde la corrupción o prácticas ilegales o paralegales.

Sin duda, prever lo que pase en 2050 resulta poco menos que imposible, pero decidir lo que queremos lograr y cómo hacerlo es cuestión de la voluntad y compromiso de todos y cada uno de nosotros.