fUE la noche de los monstruos. Nueve monstruos, que debieron ser diez si la Academia, injusta y salomónica, no hubiera otorgado a Tarde para la ira el Goya a la mejor película, en vez de a Un monstruo viene a verme, historia apabullante y conmovedora. La diferencia entre una y otra es que la segunda puede exhibirse en cualquier cine del mundo, mientras la primera no entra ni en el circuito de las salas marginales. El monstruo de Bayona, responsable de esa maravilla, es un monstruo bueno: el de la humanidad que debe encontrar su razón entre la aceptación de la verdad y el amor sin límites. Es un monstruo terrible pero íntegro.

La gala fue más solvente de lo esperado. Sobria en su desarrollo, previsible en su ausencia de glamur y lastrada por la crisis de un sector que sobrevive merced al presupuesto público, pero que, sin contradicción, vive confiado en el heroísmo de su gente. El cine español pasa hambre y tiene miedo, quizás por eso no hubo rebelión contra Rajoy, el triste que nunca va al cine. El sábado vimos cómo los Goya nos han traicionado, como el desertor de la clásica película.

Dani Rovira lo hizo mejor que otras veces, quizás porque el guion le proporcionó mayor libertad y menos chistes malos. Lo ridículo es que la presidenta del tinglado, nacida británica, hablase peor castellano que Toshack. Lo más brillante de la noche nos lo regaló Ana Belén, que supo contar cómo se convierte a una niña humilde en estrella. Su vestido era horrible, con un rosetón pavoroso sobre el pecho; pero su dulzura inundó la pantalla. Y fue estupendo que el getxotarra Fernando Velázquez obtuviera una estatuilla por la música genial -interpretada por la Orquesta Sinfónica de Euskadi y el Orfeón Donostiarra- de la peli triunfadora.

Se esperaba el reproche del cine español a Donald Trump. Hubo silencio y cobardía. Dentro de veinte días, en el acontecimiento de los Oscar, al cine americano, en nombre de la compasión y el escarmiento de la historia, le corresponde clamar contra la amenaza de una época, esta sí, monstruosa.