EL escritor francés Gustave Flaubert puso en boca de Madame Bovary una frase tremebunda: en su deseo, confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón. Sin entrar en las profundidades de semejante sentencia. Con cierta frecuencia los destellos de una joya única en su especie o una prenda de altos vuelos ciegan, con su deslumbrar, el raciocinio de los hombres. He ahí una mirada anecdótica sobre uno de los potentes motores de la humanidad: la ambicion por alcanzar lo inalcanzable.
No esa ésta una diatriba contra los amantes del lujo, que de costumbre llega hasta nosotros del brazo de la admirable belleza, sino un alegato contra quienes aspiran a vivir más allá de sus fronteras, quienes aspiran a distinguirse con posesiones antes que con habilidades. Soñar es una obligación para mejorarse como ser humano siempre y cuando uno despierte del sueño a tiempo.
Es increible pero habitan entre nosotros muchos que soportan antes un gran sacrificio que una pequeña incomodidad y que apuestan más de lo que tienen a ese pellizco ostentoso del lujo. Repito, la belleza que habita en el lujo no es algo pernicioso. Más al contrario, es digna de alabanza y de asombro. Y, sin embargo, cada vez que escucho la expresión “darse el lujazo” ligada a un exceso de apariencias me viene a la cabeza otro habla de uso común: “darse un castañazo”. Otro cantar es dónde coloca uno la división: para muchos un buen bocadillo de tortilla es un regalo de los dioses. Todo un lujazo.