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El ‘procés’ en un pabellón

Resulta altamente sospechoso un empate por azar del que la CUP ha culpado de inmediato a Artur Mas

CONTAR un suceso excepcional con prosa de diario es restar valor a lo sucedido. Resulta tan poco creíble como el ejercicio contrario, relatar con hipérboles hechos ordinarios. Por eso, cuando los dirigentes de la CUP tratan de explicar que eso del empate es lo más natural del mundo en una asamblea los receptores del mensaje se ponen en alerta. No; no es normal que eso ocurra.

Los matemáticos no terminan de ponerse de acuerdo sobre la probabilidad de que 3.030 personas voten y arrojen un empate exacto que elimina, además, las opciones del blanco, el nulo y la abstención. Por eso, resulta altamente sospechoso que el azar haya querido dejar un resultado que, casualidad, es al que de manera inmediata la CUP ha querido sacar rédito: la culpa es de Artur Mas, por presentarse y no retirarse. Como si los asambleístas le concedieran graciosamente (algo de comedia sí que tiene la cuestión) unos cuantos días de regalo a Mas antes de decidir su suerte.

Las asambleas de municipios, entidades varias y otros grupos no reglados vuelven a debatir para que sus representantes en número considerablemente menor a 3.030 terminen adoptando el día 2 de enero una decisión del ya vapuleado Mas. No alcanzo a entender, salvo que el deseo último sea ver sufrir a tu supuesto aliado, por qué todo este mecanismo hiperdemocrático no se puso en marcha antes de que agónicamente se llegue al límite de tiempo y paciencia. Sobre todo si se quiere la independencia hoy mejor que mañana.

En Euskadi hay mucho émulo de este procés, aunque bien es verdad que eran muchos más hace unos cuantos meses. Y muchos más aún hace unos años, cuando una riada de gente llenaba las calles de Barcelona un septiembre o los arcenes de media Catalunya el siguiente año y parecía que la fuerza independentista iba a lograr con su decisión materializar su anhelo. Cierto que a la ciudadanía catalana poco le debe importar lo que opinen algunos vascos, pero no creo que me equivoque si advierto que aquella simpatía inicial de gran parte de la sociedad vasca se ha tornado en desilusión y hasta en cierto hastío.

¿Y si estuviera pasando algo parecido en Catalunya? No seré yo el que lleve la contraria a Artur Mas cuando ayer mismo advertía en Catalunya Radio que si se repiten elecciones habrá que comprobar “cuántos se bajan del tren”. Nunca el independentismo catalán tuvo tanta expresión política como ahora, cierto; pero tampoco desde que comenzó el procés se han visto con tanta claridad las dificultades, externas e internas, de iniciar un camino sin garantías. En otras condiciones, Mas hubiera dicho que habría que ver cuántos “subían” al tren. Ahora calcula, por primera vez desde que decidió pegarle una patada al tablero político, cuántos “bajan”.

Para entender la actual situación, además de hacer un sumatorio de agravios políticos desde las instancias españolas a los deseos de la mayoría de la ciudadanía catalana (los más evidentes son la anulación del Estatut y la prohibición de la consulta) habría que añadir que Artur Mas ha ido eligiendo las peores de las pocas opciones que tenía: dejar de insistir en una consulta pactada, abandonar posibilidades intermedias y, finalmente, dar por buena la opción de depender de si a alguien que no te quiere le daba pereza o no ir a votar un domingo por la tarde a un pabellón de atletismo en Sabadell.