eL silencio no es ausencia de sonido, sino vacío, la espesa soledad que llenamos de música y todo lo que da razón al sentido del oído, como la maravilla del lenguaje. El ruido es su contradicción, lo que algunas veces hace deseable el silencio. En televisión el silencio es dramático. En radio, un accidente. En prensa, un roto. Y en política, que se escenifica a través de los medios, una táctica peligrosa. ¿Qué impulsó a Arantza Quiroga a permanecer varios interminables días de apagón informativo tras la presentación de su ponencia de paz para Euskadi? Una representación emocionalmente teatralizada en busca de respaldo para su sobrevalorado proyecto. Una provocación estética. La dimitida presidenta del PP vasco creyó que callar con estruendo le otorgaría cierta ventaja estratégica y una posición victimista, bien valorada en el viejo discurso de los populares.
Pero no. De entre todas las opciones posibles el silencio es siempre la peor respuesta. El silencio es la no-comunicación y su uso proviene de la impotencia, cuando no de la cobardía. En esto los partidos son muy humanos: dejan que el silencio (la callada por respuesta) diga lo que sus palabras y actos debieran transmitir activamente mediante la negativa. La versión más canalla de la política inventó el silencio administrativo y otras formas de maltrato en las relaciones entre el poder y la ciudadanía. Quiroga se colmó de silencio para, primero, esperar sin combate un apoyo histórico que no llegaría; y, segundo, justificar con honor su posterior renuncia. Nos dijo sin palabras: tengo razón, soy mártir del oportunismo electoral y me voy con heroísmo. Como actriz no ha estado mal; pero su papelón ha sido patético.
Tenía Quiroga el modelo perfecto en Rajoy, un dirigente de proverbiales silencios. Un político silente no es solo una anomalía: es una amenaza para la democracia. Si cuando los líderes hablan demasiado es la pura tabarra, cuando callan hay que echarse a temblar. Disfruta tu paradoja, Arantza: el precio del silencio es una feliz soledad.