Washington, en todas las guerras
LA gran asignatura pendiente de los EE.UU. es el resto del mundo. Como todas las grandes potencias, también los norteamericanos gozan de la antipatía y hostilidad de la mayor parte de las naciones. Pero, entre la globalización de la vida surgida después de la II Guerra Mundial y el hecho de que desde el siglo XX, Estados Unidos se han erigido en la mayor potencia económica y militar que ha existido jamás, esto ha adquirido dimensiones enormes. Y casi todas sus relaciones y vinculaciones con el resto de la Tierra han adquirido este gigantismo, sean las guerras de guerrillas o los macromercados cuyas reglas de juego las dicta Washington.
Lo grave de esta situación es que las dimensiones de tal problemática no han generado en la Casa Blanca (titular responsable de la política exterior del país) hombres que den o hayan dado la talla política para afrontar la tarea. Posiblemente, la excepción sea Ronald Reagan, quien ayudado grandemente por los propios errores del sistema comunista, acabó de hundir a la Unión Soviética. Todos los demás presidentes que han pasado por la Casa Blanca en la postguerra han pecado de diletantismo o impotencia, o de ambas, en su política exterior.
La consecuencia ha sido que hoy en día prácticamente toda conflagración que estalla en el mundo se transforma rápidamente en una guerra o guerrilla contra los EE.UU. Da lo mismo que se trate de conflictos sumamente localizados -como el terror de Boko Haram en Nigeria o la sublevación hutí en Yemen- o de conflictos zonales (Oriente Próximo, Libia, Golfo Pérsico, etc...), al final siempre los sublevados justifican su revolución diciendo que es contra el “imperialismo yanqui”.
Y eso se produce una y otra vez porque en la Casa Blanca no existió nunca una concepción coherente y global de cuáles eran los intereses de los EE.UU. en el mundo, ni cuál había de ser la estrategia global para defenderlos y ganar adeptos a la causa norteamericana. Errores comete todo el mundo, pero esta inhibición sistemática de la Casa Blanca ante los problemas de coexistencia no la ha ejercido ninguna superpotencia en los últimos dos siglos y medio.
Se puede explicar este fenómeno de muchas maneras, y todas tendrán su migaja de verdad y su mucho de fabulación. Pero, en esencia, se trata de la visión norteamericana de la existencia, de su radical división de poderes (en la que el legislativo -el Congreso- frena al ejecutivo casi abusivamente), de su obsesión por el pactismo (¡desde la práctica judicial hasta la promoción de los proyectos de ley!) y, por encima de todo, por una psicosis aislacionista heredada desde la época colonial. “El resto del mundo nos importa un rábano” sigue latente en la opinión pública y en gran parte de los hombres públicos de andar por casa, que en el Congreso estadounidense son la inmensa mayoría.
De todas formas, lo malo -lo malo para los Estados Unidos-, es que las explicaciones no son soluciones?